El
jardín de la casa de Long Island era un paraíso privado de árboles, dos gatos y
complicidad. La alegría fue parte de los últimos años de su vida y su relación
con una mujer fue secreto escondido bajo siete llaves. Durante años, en Chile,
Lucila Godoy Alcayaga, más conocida como Gabriela Mistral, fue “La maestra”, un
encasillamiento que ella detestaba. La historia la despojó de la pasión propia
de una mujer y su vida personal siempre estuvo envuelta en una especie de
nebulosa; en Chile fue inmortalizada como una señora asexuada y triste que
escribió rondas de niños para todos los hijos que no pudo tener.
Oír cantar a la poeta tonadas mexicanas en los audios de Locas mujeres, el documental que acaba de estrenarse en las salas de Santiago, fue inyectarle vida y repensarla de una forma distinta. Fue mirar con nuevos ojos a una especie de tía abuela solitaria de quien se desconocía su faceta de amante y compañera apasionada. En las grabaciones se distinguen los maullidos de los gatos, las recriminaciones que se hacía a sí misma, inconforme con sus poemas tachados una y otra vez, y una disciplina autoimpuesta de papeles rasgados con destino a la basura. “No lo rompas”, se escucha que suplica Doris, su “chiquita”, como Mistral gustaba llamarla. Aquella casa blanca fue el refugio donde se tejió la historia de un gran amor. Nada más importa.
Locas mujeres, de María Elena Wood, muestra los últimos años de Gabriela Mistral junto a Doris Dana, su compañera y no su secretaria o asistente como trataron de contar aquí y allá. Dana tuvo el alivio de aclararlo cuatro años antes de morir en una entrevista, donde también esquivó todas las preguntas sobre su relación con la poeta. Tras la muerte de Doris Dana en el 2006, 168 cajas con 860 documentos, 500 cartas, cinco álbumes de fotos y decenas de objetos quedaron bajo el cuidado de Doris Atkinson, su sobrina, quien llevó este tesoro al Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile. Con este material quedan despejadas las dudas sobre aquel terreno baldío que parecía ser la vida amorosa de la poeta.
Eternas compañeras
Doris se parecía a Audrey Hepburn, su delgadez, el cabello oscuro, pómulos sobresalientes y tez de leche la aproximaban más a una delicada bailarina de porcelana que a la mujer de carácter fuerte que fue. Era caprichosa, pero también determinada, sobre todo para convencer a Mistral de que su amor era real, y que si bien se escapaba por momentos, nunca se iría de su lado. “Soy tuya en todos los lugares del mundo y del cielo”, le escribió.
La vida apenas le daba una tregua a Gabriela Mistral cuando conoció a Doris. Tras el suicidio de Yin yin, como llamaba cariñosamente a su sobrino-hijo Juan Miguel Godoy, la poetisa parecía esperar la muerte. En noviembre de 1945 había recibido el Premio Nobel sola, alejada de sus amistades. Había viajado a Londres, París, Roma, Washington y Nueva York. Sólo en California tomó un descanso y compró una de sus dos casas. En ese tiempo, fue la ex primera dama Eleanor Roosevelt quien la invitó a Nueva York, para ver una presentación en Barnard College de mujeres de la Universidad de Columbia. Allí estaba Doris Dana, quien la vio y quedó cautivada con la vehemencia e inteligencia del discurso de Mistral. Pero el encuentro vino después. Doris Dana había colaborado con el crítico Charles Neider en la traducción del libro La estatura de Thomas Mann y en ese trabajo fue supervisada por Gabriela Mistral. Así comenzaron el primer intercambio epistolar.
En ese tiempo, Dana era parte de la clase alta neoyorkina. Su padre había tenido un buen pasar heredado de su abuelo y sus negocios en Wall Street, que con el tiempo sucumbieron a la gran depresión de 1929. Doris Dana estudió actuación, su hermana mayor, Ethel, se hizo doctora y Leora Dana, la más pequeña, quien también heredó ese aire de diva, fue una estrella de las tablas. Dana sabía muy bien de tristezas cuando conoció a Gabriela Mistral; su madre era una mujer que había entrado y salido de clínicas psiquiátricas. Pero Doris guardaba una aflicción mayor a su propio coqueteo con las pastillas y el alcohol, una pena que la vincularía a Mistral: su padre se había suicidado.
Esta fue la cicatriz de ambas y una sutura que terminó por unirlas. Doris Dana representaba tanto a Yin yin como a su ex novio Romelio Ureta, cuyo suicidio dejó profundas huellas en su poesía. El sobrino y Doris Dana fueron las dos grandes pasiones de Mistral y a veces ambos convertían en uno. “Duerme, querida, cabecita de cobre, ojos de Yin, discreta y fina según el marfil, color de la flor del manzano, duerme. Dios te junte los párpados”, escribió.
Doris Dana en vida negó cualquier tema sobre su relación con Mistral y destruyó parte de sus cartas a la poeta, pero lo más importante sobrevivió. El escritor Pedro Pablo Zegers, autor de Niña errante, libro en el que narra este intercambio epistolar, lo corrobora. Comenta que las cartas fueron las encargadas de desmentir lo que Dana desestimó públicamente. Atkinson escribió el epílogo del libro de Zegers donde habla descarnadamente de su familia. “Doris plantea la bipolaridad de su tía; un día estaba proclive a hablar de Mistral, otro día no decía nada y en otras ocasiones la desheredaba”, recuerda.
Para Zegers, en las cartas de la poeta se puede apreciar de qué manera la figura gramatical masculina “tuyo” comienza a aparecer para firmar los recados y misivas a Doris. Según el especialista, las letras también revelan una relación de cierta pasión física, pero donde lo más relevante es la unión a través de las carencias, de ahí la profundidad de las cartas. “Se devela a dos personas que se quieren mucho, pero que también se necesitan”. Si bien Zegers perfila a Dana como una mujer díscola, también la ve como una mujer visionaria. “Guardó hasta el último papel, incluso la factura del ataúd de Mistral. Eso denota una preocupación más allá de lo normal”, comenta.
Al final de la historia Doris hace gala nuevamente de sus arranques mezquinos y al morir deja cláusula leonina para este legado. Su sobrina tuvo seis meses para determinar el destino de los archivos, si no lo lograba, el patrimonio quedaría en la biblioteca del Congreso de Washington. Atkinson había viajado a Chile sólo meses antes de que muriera su tía y aunque no sabía nada de la poeta, vio el rostro de Gabriela Mistral en los billetes de cinco mil pesos y en algunas estatuas. Al tomar la decisión supo que el material merecía quedar en este país. ¿Qué pasaría con las cartas que demostraban la relación entre ambas? Atkinson pensó una certeza que hoy repite Zegers. “Si Doris Dana hubiera querido que esto no se publicara, las habría eliminado”.
El mito de Gabriela
Para los chilenos, Mistral era una mujer hosca de mirada impenetrable o una especia de beata maestra de niños. Su vida fue una biografía que se llenó de fábulas y terminó por santificarla. Pensar o especular sobre el lesbianismo de Mistral sólo alcanzaban el estatuto de chisme, construido siempre por asistentes, secretarias y amigas que la rodeaban y ayudaban en su trabajo, como Laura Rodig.
El escritor Jaime Quezada, estudioso de su obra, señala que este documental rompe la aureola que se posó sobre la cabeza de Gabriela Mistral. De algún modo, la vigencia de su obra fue olvidada y ella confundida con la profesora de versos que quedaron inmortalizados en los textos escolares de al menos tres generaciones chilenas. Para sus investigadores, su obra alcanza ribetes de genialidad y tiene una multiplicidad de voces que la mayoría desconoce. “Gabriela Mistral vivió en una época en que la mujer, sobretodo en Chile, estaba marginada de la vida pública, de la vida social y ni siquiera tenía derecho a sufragio. Ella empezó escribir sobre ello, aunque no era una rematada feminista, estaba preocupada de las reivindicaciones de la mujer”, explica.
Para el escritor, la imagen de la poeta siempre ha estado rodeada de leyenda, una maraña hilada con cada una de sus circunstancias: una mujer que nace en el Valle del Elqui, al norte del país, que tiene que enseñar desde muy temprano, y que tiene ciertos amores que terminan trágicamente. Quezada recuerda que su verdadera obra empieza a publicarse muchos años después, Mistral quiere su tierra, pero sabe que es distinta. “El reconocimiento de ella viene desde el extranjero, una vez que empieza a publicar su obra. Acá la desconocían, estaba olvidada. Si no era publicada en las antologías, ¿cómo íbamos a conocerla?”
Si bien la visión a veces trágica de la vida de la poeta fue la columna vertebral de su obra, Quezada considera que es en Lagar donde están los temas que ella ya venía tratando. Aparecen las distintas mujeres, o el tema “mujeril” como le gustaba decir. Una vanguardista que hoy está más vigente que nunca y que se puede releer. “En esos tiempos estaba preocupada de temas como el indigenismo, el conflicto mapuche en la Araucanía, la desigualdad y la educación”, aporta Quezada.
Para el estudioso mistraliano, al igual que las lecturas que se hacen con novelistas o poetas hombres, con Mistral no se puede escindir su obra de su vida amorosa por ser mujer. “Si la gente se sorprende de algo es porque no conocían muy bien a Gabriela Mistral, nunca la leyeron realmente. Con el tema de su sexualidad, no se nos viene abajo, al contrario, ella queda en su estatua, como mujer y como la gran escritora que fue”, sentencia.
Las revelaciones de un largometraje
Mistral no murió sola y en todo momento fue asistida por Doris Dana. El documental dibuja a una mujer llena de afectos y sentimientos, todos elementos que supo desplegar con maestría en sus poemas. En los audios se descubre a una pareja en toda su intimidad, con recuerdos de aniversarios y apasionados recados que van guiando a una confirmación que, en definitiva no es tan relevante. “No quiero comer avena, quiero comer Doris”. Es entonces cuando aparece una Gabriela Mistral más humana, más real.
–Yo te quiero, ¿tú me quieres?– pregunta Dana.
–No sé cómo tú te portes después, todavía no creo yo en ti– le responde Mistral.
–¡Siete años y no crees! Siete años que estamos juntas. Desde el 48. Es muy bonito esto, ¿no?
Gabriela Mistral siempre fue una rara avis en su país. Provinciana, humilde y mujer, tres factores que lamentablemente nunca colaboran con el éxito ni en la actualidad ni en su tiempo. Se fue de Chile a los treinta y tres años y se sepultó la verdadera historia. La razón es evidente: homofobia. Dos ejemplos lo demuestran: en el año 2002, la académica puertorriqueña Licia Fiol-Matta escribió Una madre homosexual para la nación: el Estado y Gabriela Mistral, libro que nunca pudo darse a conocer en Chile. Luego hubo intentos de una película (La pasajera, dirigida por Francisco Casas y Yura Labarca), pero hasta hoy nada se sabe en qué quedó ese proyecto.
María Elena Wood explica que, en un principio, no hubo planificación durante el rodaje del filme sino más bien un impulso similar a la poesía. Durante 2006 se fijó en una pequeña nota que informaba sobre la muerte de Doris Dana, en la que sólo se aludía a su calidad como “secretaria” de Gabriela Mistral. La sorpresa de Wood radicaba en el desapego con que se miraba la historia de la poetisa y la de su compañera, quien custodiaba su obra. Meses más tarde leyó una crónica del escritor Luis Vargas Saavedra quien describía su maravilloso encuentro con ese cofre de alhajas que parecía ser la obra inédita de Mistral. “Estas crónicas me emocionaron mucho. Un día me llama una amiga por teléfono y me dice ‘María Elena tú tienes que hacer esto’, pero le contesté que se olvidara, que tenía que partir a Estados Unidos y no había ninguna posibilidad”. La historia parecía perseguirla y en julio de 2007, ella junto a la co-realizadora, Rosario López, viajaron a Estados Unidos. “Sabíamos que había archivos, pero no sabíamos que había poesía inédita. Como nos interesa el tema de la memoria fuimos a ojos cerrados”, cuenta López.
Allí las recibió Doris Atkinson, quien además aparece entrevistada en el documental. Un departamento funcionaba como bodega para las montañas de papeles, escritos y documentos.
Ir develando los sentimientos y el trabajo de Gabriela Mistral fue, para Wood, uno de los episodios más emocionantes de su carrera. Aparecía la última foto de Yin yin y unas notas que él le escribía a Gabriela Mistral sobre sus pesadillas y primeras preguntas sobre la muerte. También aparecen los documentos que confirman que Juan Miguel Godoy fue el sobrino de Mistral y no su hijo, como se especuló durante mucho tiempo.
El tratamiento de la intimidad de la poetisa fue un dilema que por momentos paralizó a Wood hasta llegar a cuestionarse sobre la validez de escarbar en la vida personal de Mistral. “Cuando con Rosario nos dimos cuenta de la riqueza de este material, nos asustamos, pero pensamos que si había sobrevivido medio siglo y había sido cuidado por Gabriela y Doris significaba, aunque fuera de manera inconsciente, que querían que esto existiera”, recuerda.
Wood finalmente pensó que si Gabriela Mistral no hizo evidente su homosexualidad fue porque vivía de la corresponsalía a diversos periódicos latinoamericanos y también dependía de un pensión que recibía de Chile. “Debía cuidar sus fuentes de trabajo, si ella generaba cualquier escándalo podía perderlas. Hay una opción drástica, también puede que haya sido una opción íntima”, aclara.
En medio del documental sigue apareciendo una Gabriela, más genuina, más entregada y otras veces suspicaz. También aparece un público que enmudece, se emociona y comprende.
–Pero tú lo quieres echar a perder– dice Mistral.
–¿Yo? Yo te quiero, te quiero más y más y más... – dice Dana, su amiga, cómplice y gran amor.
Por Carolina Rojas
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com
Oír cantar a la poeta tonadas mexicanas en los audios de Locas mujeres, el documental que acaba de estrenarse en las salas de Santiago, fue inyectarle vida y repensarla de una forma distinta. Fue mirar con nuevos ojos a una especie de tía abuela solitaria de quien se desconocía su faceta de amante y compañera apasionada. En las grabaciones se distinguen los maullidos de los gatos, las recriminaciones que se hacía a sí misma, inconforme con sus poemas tachados una y otra vez, y una disciplina autoimpuesta de papeles rasgados con destino a la basura. “No lo rompas”, se escucha que suplica Doris, su “chiquita”, como Mistral gustaba llamarla. Aquella casa blanca fue el refugio donde se tejió la historia de un gran amor. Nada más importa.
Locas mujeres, de María Elena Wood, muestra los últimos años de Gabriela Mistral junto a Doris Dana, su compañera y no su secretaria o asistente como trataron de contar aquí y allá. Dana tuvo el alivio de aclararlo cuatro años antes de morir en una entrevista, donde también esquivó todas las preguntas sobre su relación con la poeta. Tras la muerte de Doris Dana en el 2006, 168 cajas con 860 documentos, 500 cartas, cinco álbumes de fotos y decenas de objetos quedaron bajo el cuidado de Doris Atkinson, su sobrina, quien llevó este tesoro al Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile. Con este material quedan despejadas las dudas sobre aquel terreno baldío que parecía ser la vida amorosa de la poeta.
Eternas compañeras
Doris se parecía a Audrey Hepburn, su delgadez, el cabello oscuro, pómulos sobresalientes y tez de leche la aproximaban más a una delicada bailarina de porcelana que a la mujer de carácter fuerte que fue. Era caprichosa, pero también determinada, sobre todo para convencer a Mistral de que su amor era real, y que si bien se escapaba por momentos, nunca se iría de su lado. “Soy tuya en todos los lugares del mundo y del cielo”, le escribió.
La vida apenas le daba una tregua a Gabriela Mistral cuando conoció a Doris. Tras el suicidio de Yin yin, como llamaba cariñosamente a su sobrino-hijo Juan Miguel Godoy, la poetisa parecía esperar la muerte. En noviembre de 1945 había recibido el Premio Nobel sola, alejada de sus amistades. Había viajado a Londres, París, Roma, Washington y Nueva York. Sólo en California tomó un descanso y compró una de sus dos casas. En ese tiempo, fue la ex primera dama Eleanor Roosevelt quien la invitó a Nueva York, para ver una presentación en Barnard College de mujeres de la Universidad de Columbia. Allí estaba Doris Dana, quien la vio y quedó cautivada con la vehemencia e inteligencia del discurso de Mistral. Pero el encuentro vino después. Doris Dana había colaborado con el crítico Charles Neider en la traducción del libro La estatura de Thomas Mann y en ese trabajo fue supervisada por Gabriela Mistral. Así comenzaron el primer intercambio epistolar.
En ese tiempo, Dana era parte de la clase alta neoyorkina. Su padre había tenido un buen pasar heredado de su abuelo y sus negocios en Wall Street, que con el tiempo sucumbieron a la gran depresión de 1929. Doris Dana estudió actuación, su hermana mayor, Ethel, se hizo doctora y Leora Dana, la más pequeña, quien también heredó ese aire de diva, fue una estrella de las tablas. Dana sabía muy bien de tristezas cuando conoció a Gabriela Mistral; su madre era una mujer que había entrado y salido de clínicas psiquiátricas. Pero Doris guardaba una aflicción mayor a su propio coqueteo con las pastillas y el alcohol, una pena que la vincularía a Mistral: su padre se había suicidado.
Esta fue la cicatriz de ambas y una sutura que terminó por unirlas. Doris Dana representaba tanto a Yin yin como a su ex novio Romelio Ureta, cuyo suicidio dejó profundas huellas en su poesía. El sobrino y Doris Dana fueron las dos grandes pasiones de Mistral y a veces ambos convertían en uno. “Duerme, querida, cabecita de cobre, ojos de Yin, discreta y fina según el marfil, color de la flor del manzano, duerme. Dios te junte los párpados”, escribió.
Doris Dana en vida negó cualquier tema sobre su relación con Mistral y destruyó parte de sus cartas a la poeta, pero lo más importante sobrevivió. El escritor Pedro Pablo Zegers, autor de Niña errante, libro en el que narra este intercambio epistolar, lo corrobora. Comenta que las cartas fueron las encargadas de desmentir lo que Dana desestimó públicamente. Atkinson escribió el epílogo del libro de Zegers donde habla descarnadamente de su familia. “Doris plantea la bipolaridad de su tía; un día estaba proclive a hablar de Mistral, otro día no decía nada y en otras ocasiones la desheredaba”, recuerda.
Para Zegers, en las cartas de la poeta se puede apreciar de qué manera la figura gramatical masculina “tuyo” comienza a aparecer para firmar los recados y misivas a Doris. Según el especialista, las letras también revelan una relación de cierta pasión física, pero donde lo más relevante es la unión a través de las carencias, de ahí la profundidad de las cartas. “Se devela a dos personas que se quieren mucho, pero que también se necesitan”. Si bien Zegers perfila a Dana como una mujer díscola, también la ve como una mujer visionaria. “Guardó hasta el último papel, incluso la factura del ataúd de Mistral. Eso denota una preocupación más allá de lo normal”, comenta.
Al final de la historia Doris hace gala nuevamente de sus arranques mezquinos y al morir deja cláusula leonina para este legado. Su sobrina tuvo seis meses para determinar el destino de los archivos, si no lo lograba, el patrimonio quedaría en la biblioteca del Congreso de Washington. Atkinson había viajado a Chile sólo meses antes de que muriera su tía y aunque no sabía nada de la poeta, vio el rostro de Gabriela Mistral en los billetes de cinco mil pesos y en algunas estatuas. Al tomar la decisión supo que el material merecía quedar en este país. ¿Qué pasaría con las cartas que demostraban la relación entre ambas? Atkinson pensó una certeza que hoy repite Zegers. “Si Doris Dana hubiera querido que esto no se publicara, las habría eliminado”.
El mito de Gabriela
Para los chilenos, Mistral era una mujer hosca de mirada impenetrable o una especia de beata maestra de niños. Su vida fue una biografía que se llenó de fábulas y terminó por santificarla. Pensar o especular sobre el lesbianismo de Mistral sólo alcanzaban el estatuto de chisme, construido siempre por asistentes, secretarias y amigas que la rodeaban y ayudaban en su trabajo, como Laura Rodig.
El escritor Jaime Quezada, estudioso de su obra, señala que este documental rompe la aureola que se posó sobre la cabeza de Gabriela Mistral. De algún modo, la vigencia de su obra fue olvidada y ella confundida con la profesora de versos que quedaron inmortalizados en los textos escolares de al menos tres generaciones chilenas. Para sus investigadores, su obra alcanza ribetes de genialidad y tiene una multiplicidad de voces que la mayoría desconoce. “Gabriela Mistral vivió en una época en que la mujer, sobretodo en Chile, estaba marginada de la vida pública, de la vida social y ni siquiera tenía derecho a sufragio. Ella empezó escribir sobre ello, aunque no era una rematada feminista, estaba preocupada de las reivindicaciones de la mujer”, explica.
Para el escritor, la imagen de la poeta siempre ha estado rodeada de leyenda, una maraña hilada con cada una de sus circunstancias: una mujer que nace en el Valle del Elqui, al norte del país, que tiene que enseñar desde muy temprano, y que tiene ciertos amores que terminan trágicamente. Quezada recuerda que su verdadera obra empieza a publicarse muchos años después, Mistral quiere su tierra, pero sabe que es distinta. “El reconocimiento de ella viene desde el extranjero, una vez que empieza a publicar su obra. Acá la desconocían, estaba olvidada. Si no era publicada en las antologías, ¿cómo íbamos a conocerla?”
Si bien la visión a veces trágica de la vida de la poeta fue la columna vertebral de su obra, Quezada considera que es en Lagar donde están los temas que ella ya venía tratando. Aparecen las distintas mujeres, o el tema “mujeril” como le gustaba decir. Una vanguardista que hoy está más vigente que nunca y que se puede releer. “En esos tiempos estaba preocupada de temas como el indigenismo, el conflicto mapuche en la Araucanía, la desigualdad y la educación”, aporta Quezada.
Para el estudioso mistraliano, al igual que las lecturas que se hacen con novelistas o poetas hombres, con Mistral no se puede escindir su obra de su vida amorosa por ser mujer. “Si la gente se sorprende de algo es porque no conocían muy bien a Gabriela Mistral, nunca la leyeron realmente. Con el tema de su sexualidad, no se nos viene abajo, al contrario, ella queda en su estatua, como mujer y como la gran escritora que fue”, sentencia.
Las revelaciones de un largometraje
Mistral no murió sola y en todo momento fue asistida por Doris Dana. El documental dibuja a una mujer llena de afectos y sentimientos, todos elementos que supo desplegar con maestría en sus poemas. En los audios se descubre a una pareja en toda su intimidad, con recuerdos de aniversarios y apasionados recados que van guiando a una confirmación que, en definitiva no es tan relevante. “No quiero comer avena, quiero comer Doris”. Es entonces cuando aparece una Gabriela Mistral más humana, más real.
–Yo te quiero, ¿tú me quieres?– pregunta Dana.
–No sé cómo tú te portes después, todavía no creo yo en ti– le responde Mistral.
–¡Siete años y no crees! Siete años que estamos juntas. Desde el 48. Es muy bonito esto, ¿no?
Gabriela Mistral siempre fue una rara avis en su país. Provinciana, humilde y mujer, tres factores que lamentablemente nunca colaboran con el éxito ni en la actualidad ni en su tiempo. Se fue de Chile a los treinta y tres años y se sepultó la verdadera historia. La razón es evidente: homofobia. Dos ejemplos lo demuestran: en el año 2002, la académica puertorriqueña Licia Fiol-Matta escribió Una madre homosexual para la nación: el Estado y Gabriela Mistral, libro que nunca pudo darse a conocer en Chile. Luego hubo intentos de una película (La pasajera, dirigida por Francisco Casas y Yura Labarca), pero hasta hoy nada se sabe en qué quedó ese proyecto.
María Elena Wood explica que, en un principio, no hubo planificación durante el rodaje del filme sino más bien un impulso similar a la poesía. Durante 2006 se fijó en una pequeña nota que informaba sobre la muerte de Doris Dana, en la que sólo se aludía a su calidad como “secretaria” de Gabriela Mistral. La sorpresa de Wood radicaba en el desapego con que se miraba la historia de la poetisa y la de su compañera, quien custodiaba su obra. Meses más tarde leyó una crónica del escritor Luis Vargas Saavedra quien describía su maravilloso encuentro con ese cofre de alhajas que parecía ser la obra inédita de Mistral. “Estas crónicas me emocionaron mucho. Un día me llama una amiga por teléfono y me dice ‘María Elena tú tienes que hacer esto’, pero le contesté que se olvidara, que tenía que partir a Estados Unidos y no había ninguna posibilidad”. La historia parecía perseguirla y en julio de 2007, ella junto a la co-realizadora, Rosario López, viajaron a Estados Unidos. “Sabíamos que había archivos, pero no sabíamos que había poesía inédita. Como nos interesa el tema de la memoria fuimos a ojos cerrados”, cuenta López.
Allí las recibió Doris Atkinson, quien además aparece entrevistada en el documental. Un departamento funcionaba como bodega para las montañas de papeles, escritos y documentos.
Ir develando los sentimientos y el trabajo de Gabriela Mistral fue, para Wood, uno de los episodios más emocionantes de su carrera. Aparecía la última foto de Yin yin y unas notas que él le escribía a Gabriela Mistral sobre sus pesadillas y primeras preguntas sobre la muerte. También aparecen los documentos que confirman que Juan Miguel Godoy fue el sobrino de Mistral y no su hijo, como se especuló durante mucho tiempo.
El tratamiento de la intimidad de la poetisa fue un dilema que por momentos paralizó a Wood hasta llegar a cuestionarse sobre la validez de escarbar en la vida personal de Mistral. “Cuando con Rosario nos dimos cuenta de la riqueza de este material, nos asustamos, pero pensamos que si había sobrevivido medio siglo y había sido cuidado por Gabriela y Doris significaba, aunque fuera de manera inconsciente, que querían que esto existiera”, recuerda.
Wood finalmente pensó que si Gabriela Mistral no hizo evidente su homosexualidad fue porque vivía de la corresponsalía a diversos periódicos latinoamericanos y también dependía de un pensión que recibía de Chile. “Debía cuidar sus fuentes de trabajo, si ella generaba cualquier escándalo podía perderlas. Hay una opción drástica, también puede que haya sido una opción íntima”, aclara.
En medio del documental sigue apareciendo una Gabriela, más genuina, más entregada y otras veces suspicaz. También aparece un público que enmudece, se emociona y comprende.
–Pero tú lo quieres echar a perder– dice Mistral.
–¿Yo? Yo te quiero, te quiero más y más y más... – dice Dana, su amiga, cómplice y gran amor.
Por Carolina Rojas
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com
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