Tal vez sea ‘La sombra del apostador’ la novela más
seductora de Javier Vásconez, desde el punto de vista de su argumento, por el
equilibrio, la caracterización de sus personajes y su estructura. Se trata de
un texto seductor, que obliga al lector a descubrir no sólo las motivaciones
profundas de la conducta de sus personajes, los enlaces con otros textos de su
propio autor, y un inteligente y oportuno empleo de recursos intertextuales,
sino también las claves de su sobriedad, fluidez y tersura estilística.
‘La sombra del apostador’ es una novela que se singulariza en el contexto de la narrativa ecuatoriana y del resto del mundo hispánico, porque no se deja seducir por los artificios de la fantasía o la imaginación hiperbolizada, las historias testimoniales de actualidad, la experiencia homosexual u homofóbica, el ‘kitsh’, la parodia o la recreación de personajes y épocas remotas.
Su encanto reside en su voluntad de explorar el mundo urbano contemporáneo, sin descuidar sus diásporas, desplazamientos demográficos, sus exilios e insilios, con sus traumáticos desplazamientos culturales, pero desde las perspectivas de grupo de personajes sometidos cobijados en una ciudad que, con sus frustraciones existenciales, van creando a su alrededor.
Una ciudad que interactúa con ellos y los precisa en sus perfiles. Vasto escenario de barrios desdibujados, plazas, sórdidos hoteles y cafés, callejuelas y plazas, disimuladas u ocultas por una neblina recurrente y una lluvia obstinada e impredecible en su comportamiento. Se trata de una ciudad que el novelista ha construido con demora, en un sostenido y minucioso esfuerzo de imaginación a través del conjunto de sus libros.
Una ininterrumpida saga narrativa de notable coherencia, en la que una impresionante y consistente pléyade de personajes sostienen y dan vida a esa cambiante y singular ciudad que los envuelve. Personajes anclados en su pasado y en el aparente sinsentido de sus conductas, torturados por quimeras inalcanzables o entrampadas en una irremediable agonía.
En esa ciudad construida lúdica y morosamente por Vásconez —“para inventar esta ciudad me ha bastado echarme en la cama con unos cuantos libros y dejar que la higuera vaya alargando sus ramas”, dice el narrador de ‘La sombra del apostador’—, la que es y la que se quisiera, donde confluyen ambiciones subterráneas e inconfesables, victimarios y víctimas, como en un aquelarre que no admite exorcismo, un conjunto de personajes sin fisuras, sometidos a un destino prefijado a la manera del que cumplen los héroes de la tragedia griega.
Una urbe construida por los personajes que Vásconez invoca y convoca, un universo diferente al Yoknapatawpha de William Faulkner, a la Comala de Juan Rulfo o Región de Juan Benet, pero en atmósfera cercana a la Santa María de Juan Carlos Onetti y mitificada al delirio como lo fue La Habana de José Lezama Lima.
‘La sombra del apostador’ es un desafío a la curiosidad del lector, semeja un palimpsesto que debe ir develando en sus sucesivas y ocultas imágenes. Una narración entre cuyas páginas aflora una palpitante humanidad. Un entramado de historias que se separan, vuelven a fundirse y trenzan. Es el expediente de una secreta conspiración que Javier Vásconez —o mejor dicho, su homónimo alter ego— ubica en una ciudad cercada por soberbias y a veces escarpadas montañas.
Por el centro de esa trama, corren paralelas las relaciones contrariadas de parejas en las que el amor, más que una presencia palpable, es la prefiguración de un vacío alienante. Relaciones ensombrecidas por el pasado, por destinos impredecibles, frustraciones y secretos inconfesados, donde los personajes se ajustan a la tensión que comportan biografías cuya clarificación se escapa como el agua entre las manos. Se trata, sin duda, de un libro epónimo, que marca un antes y un después en el conjunto de la obra de Vásconez.
‘La sombra del apostador’ es una novela que se singulariza en el contexto de la narrativa ecuatoriana y del resto del mundo hispánico, porque no se deja seducir por los artificios de la fantasía o la imaginación hiperbolizada, las historias testimoniales de actualidad, la experiencia homosexual u homofóbica, el ‘kitsh’, la parodia o la recreación de personajes y épocas remotas.
Su encanto reside en su voluntad de explorar el mundo urbano contemporáneo, sin descuidar sus diásporas, desplazamientos demográficos, sus exilios e insilios, con sus traumáticos desplazamientos culturales, pero desde las perspectivas de grupo de personajes sometidos cobijados en una ciudad que, con sus frustraciones existenciales, van creando a su alrededor.
Una ciudad que interactúa con ellos y los precisa en sus perfiles. Vasto escenario de barrios desdibujados, plazas, sórdidos hoteles y cafés, callejuelas y plazas, disimuladas u ocultas por una neblina recurrente y una lluvia obstinada e impredecible en su comportamiento. Se trata de una ciudad que el novelista ha construido con demora, en un sostenido y minucioso esfuerzo de imaginación a través del conjunto de sus libros.
Una ininterrumpida saga narrativa de notable coherencia, en la que una impresionante y consistente pléyade de personajes sostienen y dan vida a esa cambiante y singular ciudad que los envuelve. Personajes anclados en su pasado y en el aparente sinsentido de sus conductas, torturados por quimeras inalcanzables o entrampadas en una irremediable agonía.
En esa ciudad construida lúdica y morosamente por Vásconez —“para inventar esta ciudad me ha bastado echarme en la cama con unos cuantos libros y dejar que la higuera vaya alargando sus ramas”, dice el narrador de ‘La sombra del apostador’—, la que es y la que se quisiera, donde confluyen ambiciones subterráneas e inconfesables, victimarios y víctimas, como en un aquelarre que no admite exorcismo, un conjunto de personajes sin fisuras, sometidos a un destino prefijado a la manera del que cumplen los héroes de la tragedia griega.
Una urbe construida por los personajes que Vásconez invoca y convoca, un universo diferente al Yoknapatawpha de William Faulkner, a la Comala de Juan Rulfo o Región de Juan Benet, pero en atmósfera cercana a la Santa María de Juan Carlos Onetti y mitificada al delirio como lo fue La Habana de José Lezama Lima.
‘La sombra del apostador’ es un desafío a la curiosidad del lector, semeja un palimpsesto que debe ir develando en sus sucesivas y ocultas imágenes. Una narración entre cuyas páginas aflora una palpitante humanidad. Un entramado de historias que se separan, vuelven a fundirse y trenzan. Es el expediente de una secreta conspiración que Javier Vásconez —o mejor dicho, su homónimo alter ego— ubica en una ciudad cercada por soberbias y a veces escarpadas montañas.
Por el centro de esa trama, corren paralelas las relaciones contrariadas de parejas en las que el amor, más que una presencia palpable, es la prefiguración de un vacío alienante. Relaciones ensombrecidas por el pasado, por destinos impredecibles, frustraciones y secretos inconfesados, donde los personajes se ajustan a la tensión que comportan biografías cuya clarificación se escapa como el agua entre las manos. Se trata, sin duda, de un libro epónimo, que marca un antes y un después en el conjunto de la obra de Vásconez.
ALEJANDRO QUEREJETA BARCELÓ
Lahora.com.ec
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