No
existe una palabra que designe a los personajes imaginarios que, como Hamlet o
Frankenstein y su Criatura, han llegado a tener una vida autónoma fuera de la
escena o del libro, sumándose a la galería de personalidades humanas que
conocemos y sirviéndonos de brújula. De todos estos seres de ficción, el más
reconocible es Alicia, la niñita preguntona que protagoniza las dos historias
clásicas de Lewis Carroll, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas
(1865) y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871).
Quizá
resulte sorprendente que sea una galería de arte y no una biblioteca la que
alberga una gigantesca exposición sobre Alicia, pero es que la creación de
Carroll fue y sigue siendo motivo de inspiración para artistas, fotógrafos,
escenógrafos, animadores y directores de cine. La muestra de la nueva Tate
Gallery de Liverpool (que continúa hasta el 29 de enero) explora ese
territorio, desde las ilustraciones rara vez vistas del manuscrito del autor y
unos materiales biográficos maravillosamente evocadores (perceptivas y a menudo
líricas fotografías de Carroll, obras de arte de sus amigos prerrafaelistas)
hasta los surrealistas, para quienes Alicia se convirtió en un mito muy
apreciado. El movimiento surrealista está representado por algunas de las obras
más potentes de la exposición: la edición ilustrada de Alicia de Salvador Dalí
y la pintura más bella de la obra de Dorothea Tanning, la misteriosa Eine
Kleine Nachtmusik, con un girasol que arroja colosales tentáculos en torno a la
niña cuyos cabellos se erizan como lenguas de fuego. La herencia surrealista
sigue siendo fértil, en el contexto de un creciente retorno al mito, el cuento
de hadas y el romanticismo. Alicia es el prototipo de la niña sabia e ingenua
–como aparece en la visión no sólo de artistas como Peter Blake y Graham
Ovenden sino también de sus sucesoras en el desasosiego, Annelies Strba y Alice
Anderson, practicantes de lo sobrenatural contemporáneo que dan un nuevo giro
feminista a la heroína. Alicia se ha vuelto más madura y experimentada que su
modelo original y es el receptáculo de sueños eróticos, una femme enfant con la
que las artistas se sienten fuertemente identificadas.
El
personaje de Alicia se inspiró en Alice Liddell, la segunda hija de la familia
cada vez más numerosa que se mudó a la rectoría de Christ Church, la
universidad donde Charles Dodgson era profesor. Alice, una niña preciosa de
rasgos melancólicos, se convirtió en la preferida del autor entre sus amigos
infantiles, su principal amor en un grupo de nenas –y varones– a quienes
entretenía con rompecabezas, adivinanzas, chistes, poemas, artefactos,
cantinelas y caricaturas. Dodgson había empezado a fotografiar a niños varios
años antes de escribir las historias de Alicia. Solía acercarse a las familias
de artistas, invitándose a la casa de Rossetti, Millais, Arthur Hughes y el
escritor de literatura fantástica George Macdonald, de un modo impertinente que
parece reñido con la personalidad tímida y balbuceante del poco destacado
profesor de matemáticas que era sordo de un oído y muy aficionado a la gelatina
y las tortas. El excéntrico y prodigioso creador de Alicia fue uno de los
grandes negados de la historia. Como Kafka, con quien tiene más en común que lo
que suele reconocerse, Dodgson nunca pudo decidirse a pasar a la siguiente
etapa de su vida: nunca se ordenó sacerdote, nunca ascendió en la jerarquía
universitaria, nunca se casó. Sólo era feliz en compañía de los niños. Sin
embargo, cuidó a gran número de hermanos solteros (en especial después de ganar
mucho dinero con los libros de Alicia), hizo campaña contra la vivisección,
parece haber concebido el voto personal transferible y realizó exitosos
esfuerzos para mejorar las condiciones de vida de los niños actores.
Hoy
día, Lewis Carroll podría estar bajo vigilancia y, si no preso, al menos
controlado electrónicamente. Su sexualidad le causaba “indecibles tormentos”,
escribe el diligente biógrafo de Carroll, Morton Cohen. No obstante, como
señaló Penelope Fitzgerald, “podemos considerarnos afortunados”, dado que su
energía sexual desviada “muy probablemente era la fuente de su genio”.
La
primera historia de Alicia originalmente se tituló “Las aventuras de Alicia bajo
tierra”, pero a Carroll esto le sonaba a “instrucciones sobre minas”. “La
tierra de los elfos” fue otra posibilidad que evaluó, antes de decidirse
–momentáneamente– por “El país de las maravillas”. Pero su primera idea de un
submundo revela la conexión de los libros de Alicia con predecesores entre los
visionarios que descendían a las regiones inferiores, como Dante y Blake. Ante
todo, Carroll era un parodista que dio forma en su propio horno de alfarero a
una gran obra original a partir de los fragmentos dejados por otros. Este
miembro del clero anglicano muestra muy pocos vestigios de fe cristiana,
revelando en cambio un compromiso apasionado con las ideas incipientes sobre el
inconsciente, la fantasía y los estados alterados. Tradujo la escatología cristiana
en tempranas investigaciones psicológicas sobre los terrores y el absurdo
–Alicia es rechazada y frustrada a cada paso pero es una disidente no una
colaboracionista y sigue cuestionando la forma en que las personas y los
animales con que se topa insisten en la corrección de su forma de actuar–. Una
niñita alza la voz del sentido común contra las normas arbitrarias y las
órdenes injustas del mundo adulto; el retrato de la represión adulta fue
escrito para darle ánimos, como ha hecho con tantos lectores desde entonces.
La
niña de ensueño que también es una soñadora de verdades y la visión de Carroll
de la locura del mundo son sólo dos de los miles de temas que han entusiasmado
a los artistas. La muestra de la Tate revela una genealogía de obras de arte que
no ha sido estudiada hasta ahora: el persistente interés, en especial en Gran
Bretaña desde los comienzos de la era victoriana en adelante, por la
ilustración gráfica. El futuro Lewis Carroll nació durante el apogeo de una
forma de arte británico que ha sido considerada menor durante demasiado tiempo,
y el relato del ascenso de Alicia a la categoría de mito también pertenece a
esta historia de una gran iniciativa del siglo XIX: el libro ilustrado. Thomas
Bewick, pionero de esta forma, es recordado vívidamente, por ejemplo, por
Charlotte Brontë en Jane Eyre (1847). En la novela, Jane también es una nena al
comienzo y la vemos viajar con su imaginación a través de las páginas de la Historia
de las aves británicas de Bewick: Jane nos cuenta que “cada dibujo contaba una
historia; misteriosa a menudo para mi poco desarrollado entendimiento y mis
imperfectos sentimientos, pero siempre profundamente interesante: tan
interesante como los relatos que a veces contaba Bessie en las noches de
invierno... y cuando, después de traer su mesa de planchar junto al hogar del
dormitorio de los niños, nos permitía sentarnos a su alrededor y... alimentaba
nuestra ávida atención con pasajes de amor y aventura tomados de antiguos
cuentos de hadas y otras baladas...
“Con
Bewick en mis rodillas, yo entonces era feliz: feliz al menos a mi manera.”
Charles Dodgson tenía 15 años cuando la novela de Brontë estalló en la
conciencia victoriana, pero no tiene que haber conocido este libro directamente
para que imaginemos que conocía e incluso compartía los sentimientos de la
protagonista. Cuando Alicia piensa con enojo, en el comienzo de El país de las
maravillas, en lo que lee su hermana, “¿Para qué sirve un libro sin dibujos ni
conversación?”, habla como una niña victoriana del mismo medio social que el
joven Charles Dodgson.
Para
una familia como los Dodgson, vivir lejos de la ciudad en circunstancias no
demasiado acomodadas en una rectoría llena de corrientes de aire, las revistas
ilustradas como Punch eran el vehículo por el que le llegaban las
ilustraciones, y ellas aportaron un elemento crucial al mundo que formó al
creador de Alicia.
De
chico, Carroll armaba revistas familiares llenas de dibujos realizados por él y
su hermano Wilfred y copiados de ilustraciones que llegaban a sus manos: sus
primeros intentos se parecen a las caricaturas de Edward Lear, y recicló varios
de los poemas y chistes para los libros de Alicia: parte de Jabberwocky, por
ejemplo, aparece en una de esas revistas familiares, Mischmasch, bajo el título
de “Estrofa de poesía anglosajona”, escrita en caracteres que simulaban runas.
El
autor de Alicia comprendía intuitivamente el poder que tenían las imágenes de
grabarse en la conciencia colectiva en la era de la reproducción mecánica.
Durante muchos años, trató de hacer él mismo las ilustraciones de Alicia, y la
torpeza de esos dibujos pone de relieve la peculiar rareza de su fantasía. La
exposición de la Tate incluye los bocetos originales que trazó Dodgson –de
Alicia, el Conejo Blanco, el Grifo, la Falsa Tortuga y la Oruga– así como la
primera versión de la “Larga historia”, un innovador “caligrama”, o
poema-dibujo, con forma de cola de ratón para el que Dodgson recortó los
caracteres tipográficos uno por uno y los pegó. Pero no podía dibujar niñitas
de carácter, y fue cuando se dio cuenta de que necesitaba un artista más
avezado que él y eligió a John Tenniel que su Alicia se convirtió en la figura
universalmente reconocible que es –desde la vincha hasta el delantal y los
zapatos Guillermina–. Carroll admiraba a Tenniel por su trabajo con los
animales de las fábulas de Esopo, pero también lo conocía como caricaturista de
Punch e infatigable ilustrador, con las mágicas metamorfosis de Las mil y una
noches y muchos otros títulos en su haber. Aunque Tenniel estaba sobrecargado
de trabajo y las relaciones con el quisquilloso y exigente Dodgson a menudo
eran tirantes, dibujó de manera brillante el mundo cada vez más curioso de
Alicia.
Antes
de que Freud desarrollara su modelo de la psiquis, Carroll escribía con
convicción sobre la infancia y el inconsciente, que identificó con los viajes
por el país de las hadas en la introducción de su último libro, Silvia y Bruno
(1893). Su interés era compartido por su generación: ese mismo año, Frances
Hodgson Burnett escribió una crónica completa de su yo infantil titulada “La
que yo más conocía: Memoria de la mente de un niño”, que habla de su mundo de
sueños y sus amigos imaginarios. Pero Carroll marcó una gran diferencia en el
legado romántico de fantasías sobre la imaginación infantil y en el interés de
sus contemporáneos por los estados interiores porque adoptó las estructuras
tecnológicas y científicas de los nuevos medios mágicos: su habilidad como
fotógrafo al emplear el proceso extremadamente complicado del colodión húmedo
le dio las coordenadas de espacio y tiempo del país de las maravillas de
Alicia: la niña se agranda y se achica como en una lente o bandeja de revelado,
mientras que el país del espejo está gobernado por la catóptrica, los fenómenos
de la reflexión y la refracción que operan en la cámara réflex.
Las
múltiples capas de realidad que atraviesa Alicia, cada vez más perpleja,
anticipan la ciberrealidad actual, como muestran muchas extrapolaciones. Al
final de El país de las maravillas, la hermana de Alicia sueña con una Alicia
futura que cuenta la historia de su sueño fantástico a sus hijos, y al final
del Espejo, Alicia le pregunta a su gatita: “¿Quién fue el que soñó todo
esto?... Debo haber sido yo o el Rey Rojo, sabes, Kitty. El era parte de mi
sueño, por supuesto, ¡pero yo también era parte del suyo!” Este laberinto sin
salida da forma a la maravillosa fábula de Borges Las ruinas circulares y,
desde entonces, al concepto central de las películas de la serie Matrix y, más
recientemente, a El origen de Christopher Nolan. Es este énfasis en la realidad
de la vida onírica y lo absurdo de las convenciones, combinado con la
modernidad de sus métodos, lo que ha hecho de la niña de los sueños de Carrroll
el vehículo de tantos sueños activos de artistas como Sigmar Polke, Robert
Smithson y Adrian Piper, cuyas interpretaciones dan a Alicia un color
psicodélico y oculto.
Un
elemento inherente al universo de ensueño es el misterioso transcurso del
tiempo y la diferente temporalidad de las historias, de los asuntos cotidianos,
de la imaginación de Carroll, como analiza Gillian Beer en un fascinante ensayo
catálogo. La exposición de la Tate incluye obras que toman este aspecto de la
historia de Alicia, por ejemplo, una del conceptualista Joseph Kosuth. “¿Me
pregunto si habré cambiado durante la noche?”, cavila Alicia. “Déjame pensar,
¿era la misma cuando me desperté esta mañana? Casi creo que puedo recordar
sentirme un poquito distinta. Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta
es: ¿quién diablos soy? ¡Ah, ese es un gran enigma!” Esta es de hecho la
pregunta existencial que constituye el núcleo de la más reciente filosofía
sobre la condición humana pero Carroll y los artistas a quienes ha inspirado su
Alicia estudiaron esta inquietante pregunta durante décadas.
Cuando
de chica leí por primera vez los libros de Alicia, me resultaron extraños y
duros y sentí que por debajo ocurría algo perturbador que yo no entendía.
Cuando crecí, el deslumbrante ingenio y fantasía de las historias me conquistó.
Pero esa corriente eléctrica de rareza y enigma sigue viva en las aventuras de
Alicia y hace contacto con un cable en la imaginación de los artistas. Una obra
de Rodney Graham expuesta en la muestra corporiza esta insinuación de
conocimiento secreto: ha encerrado una edición antigua de Alicia con una
elegante encuadernación ilustrada entre las dos mitades de un fantasmal estuche
blanco, dividido en dos para que pueda vislumbrarse... ¿qué cosa? Como el
Conejo Blanco, el sentido se escapa cuando uno quiere atraparlo. Como escribió
Lewis Carroll sobre Alicia: “Todavía me acecha como un fantasma/ Alicia
moviéndose bajo los cielos/ nunca vista por ojos despiertos”.
Alicia
nos invita a entrar a nuestros fugaces estados de sentimiento y deseo, a
nuestros propios y esquivos mundos de sueños.
(c)
The Guardian
Traducción: Elisa Carnelli
Traducción: Elisa Carnelli
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