jueves, 19 de enero de 2012

La niña convertida en mito


No existe una palabra que designe a los personajes imaginarios que, como Hamlet o Frankenstein y su Criatura, han llegado a tener una vida autónoma fuera de la escena o del libro, sumándose a la galería de personalidades humanas que conocemos y sirviéndonos de brújula. De todos estos seres de ficción, el más reconocible es Alicia, la niñita preguntona que protagoniza las dos historias clásicas de Lewis Carroll, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (1865) y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871).
Quizá resulte sorprendente que sea una galería de arte y no una biblioteca la que alberga una gigantesca exposición sobre Alicia, pero es que la creación de Carroll fue y sigue siendo motivo de inspiración para artistas, fotógrafos, escenógrafos, animadores y directores de cine. La muestra de la nueva Tate Gallery de Liverpool (que continúa hasta el 29 de enero) explora ese territorio, desde las ilustraciones rara vez vistas del manuscrito del autor y unos materiales biográficos maravillosamente evocadores (perceptivas y a menudo líricas fotografías de Carroll, obras de arte de sus amigos prerrafaelistas) hasta los surrealistas, para quienes Alicia se convirtió en un mito muy apreciado. El movimiento surrealista está representado por algunas de las obras más potentes de la exposición: la edición ilustrada de Alicia de Salvador Dalí y la pintura más bella de la obra de Dorothea Tanning, la misteriosa Eine Kleine Nachtmusik, con un girasol que arroja colosales tentáculos en torno a la niña cuyos cabellos se erizan como lenguas de fuego. La herencia surrealista sigue siendo fértil, en el contexto de un creciente retorno al mito, el cuento de hadas y el romanticismo. Alicia es el prototipo de la niña sabia e ingenua –como aparece en la visión no sólo de artistas como Peter Blake y Graham Ovenden sino también de sus sucesoras en el desasosiego, Annelies Strba y Alice Anderson, practicantes de lo sobrenatural contemporáneo que dan un nuevo giro feminista a la heroína. Alicia se ha vuelto más madura y experimentada que su modelo original y es el receptáculo de sueños eróticos, una femme enfant con la que las artistas se sienten fuertemente identificadas.
El personaje de Alicia se inspiró en Alice Liddell, la segunda hija de la familia cada vez más numerosa que se mudó a la rectoría de Christ Church, la universidad donde Charles Dodgson era profesor. Alice, una niña preciosa de rasgos melancólicos, se convirtió en la preferida del autor entre sus amigos infantiles, su principal amor en un grupo de nenas –y varones– a quienes entretenía con rompecabezas, adivinanzas, chistes, poemas, artefactos, cantinelas y caricaturas. Dodgson había empezado a fotografiar a niños varios años antes de escribir las historias de Alicia. Solía acercarse a las familias de artistas, invitándose a la casa de Rossetti, Millais, Arthur Hughes y el escritor de literatura fantástica George Macdonald, de un modo impertinente que parece reñido con la personalidad tímida y balbuceante del poco destacado profesor de matemáticas que era sordo de un oído y muy aficionado a la gelatina y las tortas. El excéntrico y prodigioso creador de Alicia fue uno de los grandes negados de la historia. Como Kafka, con quien tiene más en común que lo que suele reconocerse, Dodgson nunca pudo decidirse a pasar a la siguiente etapa de su vida: nunca se ordenó sacerdote, nunca ascendió en la jerarquía universitaria, nunca se casó. Sólo era feliz en compañía de los niños. Sin embargo, cuidó a gran número de hermanos solteros (en especial después de ganar mucho dinero con los libros de Alicia), hizo campaña contra la vivisección, parece haber concebido el voto personal transferible y realizó exitosos esfuerzos para mejorar las condiciones de vida de los niños actores.
Hoy día, Lewis Carroll podría estar bajo vigilancia y, si no preso, al menos controlado electrónicamente. Su sexualidad le causaba “indecibles tormentos”, escribe el diligente biógrafo de Carroll, Morton Cohen. No obstante, como señaló Penelope Fitzgerald, “podemos considerarnos afortunados”, dado que su energía sexual desviada “muy probablemente era la fuente de su genio”.
La primera historia de Alicia originalmente se tituló “Las aventuras de Alicia bajo tierra”, pero a Carroll esto le sonaba a “instrucciones sobre minas”. “La tierra de los elfos” fue otra posibilidad que evaluó, antes de decidirse –momentáneamente– por “El país de las maravillas”. Pero su primera idea de un submundo revela la conexión de los libros de Alicia con predecesores entre los visionarios que descendían a las regiones inferiores, como Dante y Blake. Ante todo, Carroll era un parodista que dio forma en su propio horno de alfarero a una gran obra original a partir de los fragmentos dejados por otros. Este miembro del clero anglicano muestra muy pocos vestigios de fe cristiana, revelando en cambio un compromiso apasionado con las ideas incipientes sobre el inconsciente, la fantasía y los estados alterados. Tradujo la escatología cristiana en tempranas investigaciones psicológicas sobre los terrores y el absurdo –Alicia es rechazada y frustrada a cada paso pero es una disidente no una colaboracionista y sigue cuestionando la forma en que las personas y los animales con que se topa insisten en la corrección de su forma de actuar–. Una niñita alza la voz del sentido común contra las normas arbitrarias y las órdenes injustas del mundo adulto; el retrato de la represión adulta fue escrito para darle ánimos, como ha hecho con tantos lectores desde entonces.
La niña de ensueño que también es una soñadora de verdades y la visión de Carroll de la locura del mundo son sólo dos de los miles de temas que han entusiasmado a los artistas. La muestra de la Tate revela una genealogía de obras de arte que no ha sido estudiada hasta ahora: el persistente interés, en especial en Gran Bretaña desde los comienzos de la era victoriana en adelante, por la ilustración gráfica. El futuro Lewis Carroll nació durante el apogeo de una forma de arte británico que ha sido considerada menor durante demasiado tiempo, y el relato del ascenso de Alicia a la categoría de mito también pertenece a esta historia de una gran iniciativa del siglo XIX: el libro ilustrado. Thomas Bewick, pionero de esta forma, es recordado vívidamente, por ejemplo, por Charlotte Brontë en Jane Eyre (1847). En la novela, Jane también es una nena al comienzo y la vemos viajar con su imaginación a través de las páginas de la Historia de las aves británicas de Bewick: Jane nos cuenta que “cada dibujo contaba una historia; misteriosa a menudo para mi poco desarrollado entendimiento y mis imperfectos sentimientos, pero siempre profundamente interesante: tan interesante como los relatos que a veces contaba Bessie en las noches de invierno... y cuando, después de traer su mesa de planchar junto al hogar del dormitorio de los niños, nos permitía sentarnos a su alrededor y... alimentaba nuestra ávida atención con pasajes de amor y aventura tomados de antiguos cuentos de hadas y otras baladas...
“Con Bewick en mis rodillas, yo entonces era feliz: feliz al menos a mi manera.” Charles Dodgson tenía 15 años cuando la novela de Brontë estalló en la conciencia victoriana, pero no tiene que haber conocido este libro directamente para que imaginemos que conocía e incluso compartía los sentimientos de la protagonista. Cuando Alicia piensa con enojo, en el comienzo de El país de las maravillas, en lo que lee su hermana, “¿Para qué sirve un libro sin dibujos ni conversación?”, habla como una niña victoriana del mismo medio social que el joven Charles Dodgson.
Para una familia como los Dodgson, vivir lejos de la ciudad en circunstancias no demasiado acomodadas en una rectoría llena de corrientes de aire, las revistas ilustradas como Punch eran el vehículo por el que le llegaban las ilustraciones, y ellas aportaron un elemento crucial al mundo que formó al creador de Alicia.
De chico, Carroll armaba revistas familiares llenas de dibujos realizados por él y su hermano Wilfred y copiados de ilustraciones que llegaban a sus manos: sus primeros intentos se parecen a las caricaturas de Edward Lear, y recicló varios de los poemas y chistes para los libros de Alicia: parte de Jabberwocky, por ejemplo, aparece en una de esas revistas familiares, Mischmasch, bajo el título de “Estrofa de poesía anglosajona”, escrita en caracteres que simulaban runas.
El autor de Alicia comprendía intuitivamente el poder que tenían las imágenes de grabarse en la conciencia colectiva en la era de la reproducción mecánica. Durante muchos años, trató de hacer él mismo las ilustraciones de Alicia, y la torpeza de esos dibujos pone de relieve la peculiar rareza de su fantasía. La exposición de la Tate incluye los bocetos originales que trazó Dodgson –de Alicia, el Conejo Blanco, el Grifo, la Falsa Tortuga y la Oruga– así como la primera versión de la “Larga historia”, un innovador “caligrama”, o poema-dibujo, con forma de cola de ratón para el que Dodgson recortó los caracteres tipográficos uno por uno y los pegó. Pero no podía dibujar niñitas de carácter, y fue cuando se dio cuenta de que necesitaba un artista más avezado que él y eligió a John Tenniel que su Alicia se convirtió en la figura universalmente reconocible que es –desde la vincha hasta el delantal y los zapatos Guillermina–. Carroll admiraba a Tenniel por su trabajo con los animales de las fábulas de Esopo, pero también lo conocía como caricaturista de Punch e infatigable ilustrador, con las mágicas metamorfosis de Las mil y una noches y muchos otros títulos en su haber. Aunque Tenniel estaba sobrecargado de trabajo y las relaciones con el quisquilloso y exigente Dodgson a menudo eran tirantes, dibujó de manera brillante el mundo cada vez más curioso de Alicia.
Antes de que Freud desarrollara su modelo de la psiquis, Carroll escribía con convicción sobre la infancia y el inconsciente, que identificó con los viajes por el país de las hadas en la introducción de su último libro, Silvia y Bruno (1893). Su interés era compartido por su generación: ese mismo año, Frances Hodgson Burnett escribió una crónica completa de su yo infantil titulada “La que yo más conocía: Memoria de la mente de un niño”, que habla de su mundo de sueños y sus amigos imaginarios. Pero Carroll marcó una gran diferencia en el legado romántico de fantasías sobre la imaginación infantil y en el interés de sus contemporáneos por los estados interiores porque adoptó las estructuras tecnológicas y científicas de los nuevos medios mágicos: su habilidad como fotógrafo al emplear el proceso extremadamente complicado del colodión húmedo le dio las coordenadas de espacio y tiempo del país de las maravillas de Alicia: la niña se agranda y se achica como en una lente o bandeja de revelado, mientras que el país del espejo está gobernado por la catóptrica, los fenómenos de la reflexión y la refracción que operan en la cámara réflex.
Las múltiples capas de realidad que atraviesa Alicia, cada vez más perpleja, anticipan la ciberrealidad actual, como muestran muchas extrapolaciones. Al final de El país de las maravillas, la hermana de Alicia sueña con una Alicia futura que cuenta la historia de su sueño fantástico a sus hijos, y al final del Espejo, Alicia le pregunta a su gatita: “¿Quién fue el que soñó todo esto?... Debo haber sido yo o el Rey Rojo, sabes, Kitty. El era parte de mi sueño, por supuesto, ¡pero yo también era parte del suyo!” Este laberinto sin salida da forma a la maravillosa fábula de Borges Las ruinas circulares y, desde entonces, al concepto central de las películas de la serie Matrix y, más recientemente, a El origen de Christopher Nolan. Es este énfasis en la realidad de la vida onírica y lo absurdo de las convenciones, combinado con la modernidad de sus métodos, lo que ha hecho de la niña de los sueños de Carrroll el vehículo de tantos sueños activos de artistas como Sigmar Polke, Robert Smithson y Adrian Piper, cuyas interpretaciones dan a Alicia un color psicodélico y oculto.
Un elemento inherente al universo de ensueño es el misterioso transcurso del tiempo y la diferente temporalidad de las historias, de los asuntos cotidianos, de la imaginación de Carroll, como analiza Gillian Beer en un fascinante ensayo catálogo. La exposición de la Tate incluye obras que toman este aspecto de la historia de Alicia, por ejemplo, una del conceptualista Joseph Kosuth. “¿Me pregunto si habré cambiado durante la noche?”, cavila Alicia. “Déjame pensar, ¿era la misma cuando me desperté esta mañana? Casi creo que puedo recordar sentirme un poquito distinta. Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta es: ¿quién diablos soy? ¡Ah, ese es un gran enigma!” Esta es de hecho la pregunta existencial que constituye el núcleo de la más reciente filosofía sobre la condición humana pero Carroll y los artistas a quienes ha inspirado su Alicia estudiaron esta inquietante pregunta durante décadas.
Cuando de chica leí por primera vez los libros de Alicia, me resultaron extraños y duros y sentí que por debajo ocurría algo perturbador que yo no entendía. Cuando crecí, el deslumbrante ingenio y fantasía de las historias me conquistó. Pero esa corriente eléctrica de rareza y enigma sigue viva en las aventuras de Alicia y hace contacto con un cable en la imaginación de los artistas. Una obra de Rodney Graham expuesta en la muestra corporiza esta insinuación de conocimiento secreto: ha encerrado una edición antigua de Alicia con una elegante encuadernación ilustrada entre las dos mitades de un fantasmal estuche blanco, dividido en dos para que pueda vislumbrarse... ¿qué cosa? Como el Conejo Blanco, el sentido se escapa cuando uno quiere atraparlo. Como escribió Lewis Carroll sobre Alicia: “Todavía me acecha como un fantasma/ Alicia moviéndose bajo los cielos/ nunca vista por ojos despiertos”.
Alicia nos invita a entrar a nuestros fugaces estados de sentimiento y deseo, a nuestros propios y esquivos mundos de sueños.
(c) The Guardian
Traducción: Elisa Carnelli

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