En 1964, Carlos Fuentes publicó un artículo en el suplemento Siempre!, en México, a propósito de la “nueva novela latinoamericana”. Allí refería cierta polémica que había tenido en la televisión estadounidense con Gunther Grass y Alberto Moravia, cuando los tres escritores debatieron sobre la presunta muerte de la novela. Ante el punto de vista de Moravia, quien aceptó la muerte del género, Fuentes señaló que “no es la novela lo que ha muerto, sino precisamente la forma burguesa de la novela y su término de referencia, el realismo, que supone una forma descriptiva y sicológica de observar a individuos en relaciones personales y sociales”. Y concluía: “De la misma manera que las fórmulas económicas tradicionales del industrialismo no pueden copar con la revolución tecnológica, el realismo burgués (o si se quiere, el realismo industrial, tout court ) no puede penetrar las preguntas y respuestas límite de los hombres de hoy”.
Pese al ultrapromocionado boom de la literatura latinoamericana –que, no olvidemos, fue un fenómeno comercial y no literario–, en otras partes del mundo se estaban haciendo experimentos buscando esas nuevas fórmulas por las que apostaba el autor de La muerte de Artemio Cruz . Y como solía pasar entonces, Francia tenía algo que decir al respecto. Quien lo dude, puede hoy leer la obra de Raymond Roussel (1877-1933), novelista admirado por los poetas surrealistas –que buscaron una realidad que se ubicara por encima de la realidad burguesa–, por Michel Foucault –quien le dedicó un libro– y por Michel Leiris (1901-1990), uno de los más influyentes escritores franceses del siglo XX, que el mundo hispanófono no termina de descubrir.
A finales de la década de 1950, Roussel y su curiosa manera de plasmar la realidad en la literatura llamaron la atención de Alain Robbe-Grillet (1922-2008), exponente del nouveau roman –vale decir, del grupo informalmente representado por Nathalie Sarraute, Claude Simon y Michel Butor, entre otros–, cuyo rasgo principal se apoyaba en un punto de vista extremadamente objetivo que, en la práctica, relegaba al narrador a ser un mero presentador de personajes espectadores del mundo en el que les tocaba vivir. Pero Roussel también fue importante para el Oulipo (“Ouvroir de Littérature Potencialle”, algo así como “Obrador” o “Taller” de “Literatura Potencial”). Fundado a fines de 1960 por Raymond Queneau (1903-1976) y François Le Lionnais (1901-1984), recogió instancias experimentales ya planteadas por Queneau y Boris Vian (1920-1959), quienes, a su vez, se inspiraron en Alfred Jarry (1873-1907) y la patafísica, doctrina que considera lo extraordinario como normalidad y las reglas como anomalía. En el caso específico de Oulipo, la norma está dada por la restricción de naturaleza matemática, lo cual ha llevado a sus cultores a todo tipo de problemas de resolución literaria anómala: novelas con trama mínima y cientos de finales, sonetos cuyos versos resultan intercambiables, palíndromos gigantescos, etc. Y ésa es la Francia donde Julio Cortázar –otro autor del boom– escribe Historias de cronopios y de famas (1962), Rayuela (1963), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), 62 modelo para armar (1968) y Ultimo round (1969).
Memoria del olvido
De todos los cultores de Oulipo, acaso el más importante haya sido Georges Perec (1936-1982). Hijo de judíos polacos emigrados a Francia, a los cinco años Perec ya era un huérfano de guerra. Icek Judko Perec, su padre, enrolado voluntariamente en el XII Regimiento Extranjero de Infantería (REI), murió combatiendo a los alemanes el 16 de junio de 1940, seis días antes de que Francia firmara la capitulación. Cyrla Szulewicz, su madre, consiguió que, en el otoño de 1941, su hijo fuera transportado por uno de los últimos convoyes de la Cruz Roja a Villard-de-Lans, un cantón cercano a Grenoble, en el departamento de Isère, en la región de Rhône-Alpes, por entonces libre de las leyes de Vichy. Allí fue recibido por David Bienenfeld y Esther Perec (hermana de Icek), quienes tenían dos hijas: Bianca y Ela. Por su parte, fracasados los varios intentos de abandonar París para reunirse con su hijo, Cyrla fue arrestada por la policía francesa el 23 de enero de 1943 y deportada a Auschwitz el 11 de febrero de ese año. Allí termina su rastro, aunque todo hace suponer que acabó en la cámara de gas.
Según anota David Bellos, principal biógrafo de Perec y traductor de sus obras al inglés, los Bienenfeld inscribieron a Georges –familiarmente Jojo– en el colegio Turenne, un internado católico de varones. Pese a la relativa seguridad que les ofrecía vivir en el sudeste de Francia, los Bienenfeld debieron prevenirlo sobre la necesidad de ocultar su verdadera identidad. “Sin embargo, con un niño –señala Bellos–, y para no hacer correr riesgos al colegio, hubo que tomar ciertas precauciones. (…) Antes de la partida de Jojo para el colegio Turenne, alguien –tal vez su tío– tuvo que encontrar las palabras para hacerle comprender lo que, bajo ningún pretexto, jamás debía revelar. Georges Perec no se acuerda de ello, porque el único medio del que disponía para obedecer esa orden terminante fue… el olvido. La orden terminante, de la que desconocemos la forma, debió haber tenido la fuerza de un mandamiento: “hay que olvidar”. Bellos entonces se pregunta: “¿Cómo decirle de otro modo a un niño que es peligroso para él dejar escapar (incluso a través de simple fruncimiento de cejas, una mirada) que entiende el yidish, que conoce el alfabeto hebreo, que su padre se llamaba Izie, que vivía en Belleville, que su familia viene de Polonia, que su abuela vende pepinos en vinagre, arenques en salmuera y halvá, que su abuelo nunca está en casa los sábados, que la mayoría de sus compañeros son judíos –en síntesis, que él también es judío? Seguramente se le exigirá que borre todos los recuerdos de su pasado, se le dirá que para él comienza una vida nueva, que el apellido es bretón, que él es francés, y que nunca, absolutamente nunca debe pensar en lo que quedó atrás. Ese fue entonces un acto de olvido de una necesidad vital, pero también fue una traición interior”.
Así planteadas las cosas, la recuperación de la memoria que la historia le obligó a perder sería en Perec una suerte de expiación y su monumental esfuerzo autobiográfico, la penitencia que él mismo se impuso. Sin embargo, es posible que haya algo más, ya que sus esfuerzos no se limitaron a la recuperación de la memoria de sus padres y de su niñez. De hecho, hay una búsqueda que va mucho más allá y que, sin dudas, lo excede.
Palabras cruzadas
Después de la guerra, Perec se trasladó con sus tíos a París, al distrito XVI, hasta hoy uno de los más ricos de la capital. Allí estudió en el liceo Claude-Bernard y después, nuevamente como interno, en colegio Geoffroy-Saint-Hilaire d’Étampes, comuna situada a 48 km al sudoeste de París. En 1954, ya en la universidad, comenzó unos vagos estudios de historia que abandonó dos años después. Para entonces, trabajaba de lo que pudiera: bibliotecario, archivista, secretario y, sobre todo, articulista para las más diversas publicaciones que podamos imaginar. Entre 1958 y 1959, cumplió con su servicio militar en el XVIII Regimiento de Paracaidistas, ubicado en Idron, localidad cercana a Pau, en el sudoeste de Francia. En 1960 se casó en primeras nupcias con Paulette Pétras para poder instalarse en Sfax, a 270 km de la capital de Túnez, donde ella había conseguido trabajo como docente. Entre 1961 y 1978, año de su consagración total con La vie mode d’emploi (La vida: instrucciones de uso), vivió de un modesto salario como archivista en el Laboratoire Associe 38 del CNRS, dedicado a la investigación médica. Sus ingresos se completaban escribiendo palabras cruzadas para varios medios y con eventuales artículos. En 1976 se enamoró de la cineasta Catherine Binet, quien lo acompañó durante los últimos seis años de su vida. En febrero de 1982, Perec se enteró de que tenía un cáncer de pulmón y que éste ya no era operable porque había hecho metástasis. Murió el 3 de marzo de ese año.
Desde la prematura muerte de Georges Perec, en 1982, hasta la actualidad, se publicaron no menos de 18 nuevos volúmenes que llevan su firma y que vienen a sumarse a los 17 títulos que había publicado en vida. Esos libros póstumos, ordenados temáticamente, incluyen desde artículos circunstanciales hasta verdaderos relatos, pasando por entrevistas, cartas, textos de tarjetas postales, notas personales, prólogos, reseñas bibliográficas, desgrabaciones de conferencias, respuestas a encuestas y apostillas de todo tipo. La cosa no concluye ahí: todavía estamos lejos de haber terminado con la inmensa cantidad de textos que Perec desperdigó por el mundo en los escasos 46 años que le tocó vivir.
Con todo, aun cuando al rompecabezas que constituye su obra todavía le falten piezas, es lícito pensar que los núcleos centrales, aquéllos alrededor de los cuales se organiza el dibujo, ya están dispuestos. El mismo los había definido en “Notes sur ce que je cherche” (“Notas sobre lo que busco”), cuando señaló que los libros que escribió están asociados a cuatro campos diferentes, cuatro modos de interrogación que plantean la misma pregunta según perspectivas particulares las cuales determinan, a su vez, un cierto tipo de trabajo literario. Dice Perec, “La primera de esas interrogaciones puede ser calificada de ‘sociológica’: cómo mirar lo cotidiano (…); la segunda es de orden autobiográfico (…); la tercera, lúdica (…); la cuarta, finalmente, concierne a lo novelesco, al gusto por las historias y por las peripecias, al deseo de escribir libros que se devoren panza abajo en la cama”.
La subversión del yo
Ahora bien, más allá de las proezas lipogramáticas, de los múltiples juegos matemáticos y de haber escrito una novela sin la letra “e” –la más frecuente en francés– donde se investiga quién se la robó, lo que aquí importa destacar, y lo que probablemente va a quedar, es su monumental proyecto autobiográfico basado en algo así como una subversión del yo. De hecho, Perec no habla de sí, sino de lugares y objetos asociados a su propia experiencia; en síntesis, la materialidad de los días. Con todo eso, inaugura un nuevo concepto de narración en la que se borran los límites genéricos, y plantea una suerte de realismo a ultranza que supera los límites de la mera realidad transformándola en algo extraordinario.
Llegamos así a un nuevo concepto de literatura autobiográfica que desdeña el aburrimiento que provoca la autonarrativa, la crónica autocentrada, y que permite una nueva mirada sobre los datos que aportan la vida cotidiana y la historia común.
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Georges-Perec-instrucciones-para-una-vida-de-palabras_0_761923810.html
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