En la historia de la literatura los escritores han mantenido con la pintura una relación definida por André Breton como “un poder de exaltación recíproca”. Que este recorrido comience con una cita de este autor, es porque en ningún otro movimiento artístico hubo tantos escritores pintores. Basta nombrar a Salvador Dalí, probablemente uno de los mejores escritores en su lengua. Se podría agregar: Antonin Artaud, Paul Eluard. Pero la lista, antes y después del surrealismo, se transforma en catálogo. Prosper Mérimée y William Blake, son quizá los más dotados pictóricamente. Algunos con mayor fortuna y pericia, otros en el límite entre el garabato y la mancha como Allen Ginsberg, Gregory Corso o William Burroughs.
Walter Benjamin al definir a Charles Baudelaire (1821- 1867) como la imagen del héroe moderno, inventa un lugar en el que el artista es inseparable del héroe. Hay que llegar hasta James Joyce (1882-1941) con Esteban el héroe y El retrato del artista adolescente para nombrar un momento cúlmine de este espíritu épico; y, Frank Kafka (1883-1924) con El artista del hambre en que se revela una posición contraria: el escritor como artista comienza a declinar y tiende a convertirse en una figura en extinción.
Baudelaire practicó el arte de la caricatura y del dibujo utilizando como instrumento el lápiz y la pluma; también son conocidos sus trabajos en tinta china. Fue reconocido por los críticos de la época como dibujante y caricaturista. En Sus curiosidades estéticashabla de los malos borradores con que los hombres de letras se divierten garabateando. El escritor declara que en su infancia fue iniciado en el culto de las imágenes, pero que ante la hoja de papel jamás se dejó atrapar por esta pasión. Baudelaire, que fue un defensor de la imaginación en el arte, criticaba a los pintores que no pintaban “lo que veían” o que “ponían su negligencia en mentir”, dejándose arrastrar por la ficción.
Bastaría recorrer En busca del tiempo perdido para encontrar un museo Proust. En su paseo con su madre por Venecia, Marcel describe las pinturas de Carpaccio, como El milagro de la Santa Cruz, donde el viajero del cuadro que pasea en góndola cruzando el Rialto, parece duplicar el paisaje real. O cuando Marcel, el narrador, nos dice que, de alguna manera, hay tantas Venecias como cuadros sobre ella: Turner, Whistler, Carpaccio.
Son las fotografías que Swann le trae a Marcel con reproducciones de obras de arte famosas, a partir de lo cual, el narrador de La recherche establece una estética de la copia y del original. Es lo que sucede con las fotografías de los Frescos del Giotto de la Capella degli Scrovegni en Padua. Aquello que el narrador proustiano va a llamar los “Vicios y las Virtudes de Padua”, deteniéndose en su rareza y hermosura. Pero los bosquejos de Marcel Proust (1871-1922) son parecidos a las garras de Kafka. Se mezclan con su escritura, forman parte de ella. Son siluetas. Los bosquejos que Philippe Sollers adjudica al “ ojo clínico de Proust”. Este parece confirmarlo. “El estilo para el escritor es lo que es el color para el pintor, no es una cuestión de técnica sino de visión.”
Sus garabatos dibujados en sus borradores son figuras afantasmadas. Como en una sesión de espiritismo, dice Sollers: espectros que acechan en las sombras para tomar un cuerpo ajeno, bello, capaz de otorgarle anatomía humana al mamarracho. Cuadernos enteros poblados de grillas, mezcla de dibujo y escritura. Garabatos que se esfuman en el pasaje del borrador al original. Y en su obra, En busca del tiempo perdido, son reemplazados por la descripción “fotográfica” de las pinturas de Vermeer, Mantegna, Turner, Velázquez o Rembrandt.
Los dibujos de Kafka están hechos a lápiz, pluma o tinta. Para los dibujos empleó como soporte materiales diversos: apuntes de clase, postales y panoramas, cartas, cuadernos, blocs de notas.
Una anotación de su Diario, fechada el 2 de octubre de 1911, es sorprendente porque habla de un dibujo no del padre, sino de la madre: “Ahora me acuerdo de que las gafas del sueño no están relacionadas con mi madre, que por la noche se sienta a mi lado y mientras juega a las cartas me lanza por debajo de sus lentes una mirada no muy agradable.”
Hay seis dibujos de Kafka bautizados por Max Brod como: “Las marionetas negras de hilos invisibles”. Uno de ellos, el único, responde a una remisión directa a su Diario, fechada el 17 de diciembre de 1916. Es el dibujo de un hombre con la cabeza sobre la mesa: “Ayer, antes de dormirme, vi la imagen dibujada de un grupo de personas aislado en el aire a la manera de una montaña que se me figuró completamente nueva en su técnica gráfica y, una vez ideada, de fácil ejecución... Asombrado por aquel hermoso dibujo que producía en mi mente una tensión que, de eso estaba convencido, era la misma, y, por cierto, constante tensión que podría guiar cuando yo quisiera el lápiz que tenía en la mano, me sustraje a aquel estado crepuscular”.
Los dibujos en Kafka son rastros: “Los dibujos son rastros de una pasión antigua, anclada muy hondo... Quiero ver y aferrar lo visto. Esa es mi pasión... Mis dibujos no son imágenes, sino una escritura privada.” Pero esos dibujos, esos garabatos, ¿no soportan la misma tensión, el mismo estado crepuscular que cuando declaraba que una mano agarraba a la otra en el momento de escribir?
Los surrealistas
Comencemos con dos anécdotas. La primera: El arte por correspondencia. Raymond Queneau confiesa que aprendió pintura con el método A B C por suscripción en las revistas populares y su meta era hacer carrera en el arte. La segunda: el azar. En 1948 después de un accidente que le impedía escribir, Jacques Prévert se consagró a la práctica del collage.
El collage y la letra son decisivos en la estética surrealista por la importancia concedida al montaje que trabaja sobre la letra como objeto material de representación. Basta citar los caligramas de Guillaume Apollinaire (1880-1918) por su relación entre imagen y palabra que está implícita en la concepción del poema-objeto. Esta estética, escritura-dibujo, está condensada en el autorretrato de Breton, dibujado en una carta que le escribe a Théodore Fraenkel.
El otro tópico de este poder recíproco entre la pintura y la escritura es la relación con la locura. Basta recorrer la pintura alucinada de Leonora Carrington. Su modernidad es efecto de una luminosidad que, si no fuera por la técnica y la utilización de los colores, parece provenir de otro mundo; es como si alguien hubiera descubierto que la demencia y “la piedra de la locura” tienen un color. Es su pincelada la que hace que sus pinturas no sean reducidas a una entidad psicopatológica.
Carlo Levi: el campesino
Cuando en 1935 el fascismo lo condena a Carlo Levi (1902-1975) al exilio en la región de la Basilicata, Italia, el escritor y autor de Cristo se detuvo en Eboli, sin duda se encuentra con otro paisaje. Más allá de que Eboli “es tierra de nadie”. Carlo Levi, cuyas pinturas tenían una influencia y un trazo más parisino, entra en contacto con la tierra despojada y la pobreza de los campesinos. Es en el museo de Mattera, en la ciudad sumergida en la piedra donde Pasolini filmó El evangelio según San Mateo hay un mural pintado por él. El novelista ha dejado la literatura o la ha extendido a la imagen porque la palabra le resultaba insuficiente. El realismo político social de Levi es conmovedor porque esos rostros se encuentran en la tradición tele-realista de Renato Guttuso, el gran pintor siciliano. Levi pinta en cada gesto de los campesinos la pena, la protesta vociferada, la feria medieval: sin el cielo y con infierno en el paisaje de roca de la Lucania. Donde el campesino de ropas blancas se confunde con la piedra y es necesario el contraste, el claroscuro de esos rostros calabreses esculpidos por el dolor, de cuyos ojos brota un llanto negro.
Comenzamos con Baudelaire terminamos con Pier Paolo Pasolini (1922-1975). El pasaje del artista moderno al intelectual: cineasta, crítico, novelista, poeta excepcional, y también pintor. Trabaja con materiales diversos: óleo, lápiz, lapicera. En sus retratos aparecen algunos de sus actores: Franco Citti, María Callas, también realizó varios autorretratos. Pero su pintura figurativa encuentra, quizá por su ojo cinematográfico o por esa cotidianidad de mirar la escena del mundo como un encuadre, lo que se podría llamar “un fuera de campo” y que desvía lo figurativo de un aspecto realista.
El escritor y crítico inglés John Berger es también pintor. Sus libros de ensayos se ocupan de la pintura. De los Modos de ver. Para él, el dibujo es un documento autobiográfico “que da cuenta del descubrimiento de un suceso. A diferencia de la escultura y la pintura que es una obra ‘acabada’ es un intento de descubrir un acontecimiento en sí mismo”. A partir de este “modo de ver” establecerá una diferencia entre lo privado y lo público: “Un dibujo es en esencia una obra privada, que sólo guarda relación con las propias necesidades del artista; una estatua o un lienzo ‘acabado’ es una obra pública, expuesta, que se relaciona de una forma mucho más directa con las exigencias de la comunicación”. Para Berger, cuando traza un trazo sobre la superficie de la hoja, ésta deja de ser una página limpia, para convertirse en un espacio vacío. Cuando cuenta cómo dibujó a su padre muerto en el ataúd, esboza una temporalidad del dibujo que pertenece al instante: “Este momento es único en el transcurso del tiempo, del tiempo pasado y del futuro; es la última oportunidad de dibujarlo que no volverá a ser visible, lo que ha ocurrido una vez y no volverá a ocurrir”.
En este recorrido, hay tópicos que se repiten. Escrituras privadas, dibujos privados, garabatos, bocetos, caligrafías que, en la sombra o en la superficie de la tela o de la página en blanco, se sitúan en una zona, más que de exaltación, como afirmaba André Breton, de tensión recíproca entre la visión y el trazo que puede o no, transformarse en dibujo o en el rastro de un dibujo.
Gusmán es escritor y psicoanalista. Ha escrito, entre otros, “La casa del dios oculto” (Edhasa).
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Dibujos-escritores-garabatos-bocetos_0_761923815.html
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