martes, 12 de junio de 2012
Detectives académicos
Surgieron mucho antes que los detectives salvajes. Esta secta de –para citar a Girri– “refinados moribundos” fijó su enclave sin participar a los críticos del desesperado propósito. En Lolita, Humbert decide su vocación como si un calco veraz del futuro pudiera esperarlo: “Y viré hacia la literatura inglesa, donde tantos poetas frustrados acaban como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios”. Parece el estereotipo establecido de antemano o impuesto con irreverencia por un observador despectivo, dispuesto a lo sumo a demostrar que no usa tweed ni fuma en pipa. Lo cierto es que abundaron los poetas que terminaron así, virados hacia la literatura, aunque encontraron un meandro, un sendero de lealtad vocacional. J.I.M. Stewart, Cecil Day Lewis, Bruce Montgomery, Charles Williams. Cada uno de ellos, excepto el último, encontró para la vida otro nombre: Michael Innes, Nicholas Blake, Edmund Crispin. El arte de enseñar, como le gustaba a Gilbert Highet, la menor desdicha ante la ausencia de aptitudes para ejercer otro oficio, excepto el de poeta –o su impostación–, para el cual los recaudos y exigencias de la personificación resultan desalentadores e inhibitorios: la persecución de musas menores –nada que ver con el aerobismo– y el consumo de dieciocho whiskies sin manifestar una ligera voluntad de pago.
La gran generación norteamericana de la que son sus exponentes R. Blackmur, John Berryman, Delmore Schwartz, Robert Lowell, Randall Jarrell se conformó con menos. Acaso sólo Lowell pudo por temperamento eclipsar como poeta su reputación académica. Dada su inferioridad numérica y su “hábito de perfección”, los ingleses adoptaron una modalidad distinta. Cecil Day Lewis –quien terminó siendo poeta laureado y progenitor de un actor con dotes e inspiración líricas–, discípulo de Maurice Bowra, prolongó sus tareas académicas con celo: fue fatigado prologuista de, entre otros, George Meredith y George Crabbe (a quien el compositor Benjamin Britten le instiló un instante de fulgor revisionista con Peter Grimes) y uno de los traductores más fieles de La Eneida al inglés. En La bestia debe morir, tal vez su policial más famoso, la discreta intervención de Nigel Strangeways no impide que sea imborrable como personaje, y uno de sus ejercicios de perduración es un ingenioso cuestionario que ordena para su mujer, Georgia. Strangeways es algo así como un oxímoron, un armchair detective ambulante, que admite algunas de las virtudes de Lanzarote, incluso –o sobre todo– en lo que se refiere al trato con las mujeres. Una de las últimas novelas de Nicholas Blake escapó curiosamente de la patrulla de Borges y Bioy, aunque el primero debió de valorar el título al menos: The smiler with the knife under the cloak (el verso de Chaucer que Borges decía justicieramente que era otra versión del criollo “venirse con el cuchillo bajo el poncho”). En ésta, Nigel ha dejado de ser protagonista para darle lugar a su mujer, Georgia, y el género se estremece también: el policial se desplaza no sin turbulencias a la novela de espías.
J.I.M. Stewart, el Michael Innes de las novelas policiales, escribió uno de los mejores ensayos sobre Kipling y enseñó con buena fortuna en diversas instituciones, como instruyen las preliminares de El Séptimo Círculo, a la que contribuyó con muchos títulos, pero de los cuales convenga acaso citar ¡Hamlet, venganza!, uno de los policiales más imprudentemente cargado de citas y referencias literarias, entre ellas a su predecesor Edmund Crispin. Que era en realidad Bruce Montgomery, músico y profesor notable, condiscípulo en Oxford de Philip Larkin y de Kingsley Amis, ninguno de los cuales parece valorar demasiado los logros del amigo como novelista. Y es cierto que a las novelas de Crispin las ha arrasado no sé muy bien qué, ¿la gratuidad, la acumulación de efectos decorativos, la erudición bordada de pedantería? Uno puedo leerlas hoy como una especie de género aledaño, que mantiene con el policial una proximidad semejante a la que Didcot guarda con Oxford.
Charles Williams, mentor del grupo de los inklings (Tolkien, C.S. Lewis), a quien conviene, en términos de la conformidad con lo previsto, no confundir con su homónimo norteamericano, fue editor en la Oxford University Press, crítico minucioso del género y pedagogo admirable. Sigue siendo un escritor asombroso. La acción y la energía de sus ficciones debilitan de inmediato el caudal simbólico, el arsenal alegórico, y nos mantienen encantados en una lectura que suspende la incredulidad y habilita e inaugura aún hoy nuevos diseños de lo fantástico.
Un cálculo de los cambios estructurales y operativos que sufriera el detective puede observarse dándole la espalda al Sherlock precursor y comparando dos modelos originales: Gideon Fell y Nigel Strangeways. El primero diseñado por John Dickson Carr a partir de G.K. Chesterton, es corpulento, optimista, bebedor de cerveza, aficionado a desmontar alegorías y/o a proyectarlas, y está dispuesto también a utilizar la paradoja para la resolución de casos. No carece de debilidades. En eso se parece también a Chesterton, el gran maestro del artificio, de la dispersión en todas las direcciones de humo –como lo prueba el prólogo a El almirante flotante–, de la inflación retórica informada por suposiciones y perseguida por regimientos de vaguedades. Los méritos que solían atribuírsele –el hacer un libro increíble sobre Santo Tomás sin citarlo una sola vez (Etienne Gilson), el de escribir una historia de Inglaterra sin incluir una sola fecha (Borges)– pertenecen hoy menos a la literatura que al registro de lo excepcional, al libro Guinness de los récords literarios.
El personaje de Nicholas Blake, en cambio, está inspirado por W. H. Auden, su condiscípulo en Oxford. No sólo: Roy Campbell acuñó el “MacSpaunday” para referirse a ellos como grupo poético, aunque alguno, no recuerdo quién, admitió que habían estado juntos muy pocas veces. Nigel Strangeways tiene las virtudes y los defectos de Auden en acción, que a esta altura son menos graves que los de Chesterton. La ciudad ortogonal y los deslices y desplazamientos barrocos del detective de Dickson Carr corrigen su perspectiva. La ciudad de Strangeways es chata, plana; las relaciones, directas, familiares; los agentes, municipales, domésticos, editoriales; las fuentes, dudosas, inciertas (un chisme, por ejemplo). Nada conforma menos a Strangeways que un enigma despejado por generalidades disfrazadas de simplificaciones. Su discrepancia es audeniana por antonomasia, sabe ponerse en la vereda opuesta con una disimulada gracia. Tiene, como Auden también, una tendencia incorregible a esconder en afirmaciones ligeras el peso de una sentencia.
Las conductas han cambiado, aunque la observación distante está menos ocupada hoy en un registro que permita pastorear el crimen de las aulas a la campiña, ejercicio favorito del inspector Morse, cultivado por otro profesor, Colin Dexter. Tal vez uno solo sirva hoy para seguir la pista y borrar todos los rastros precedentes. El interés y la curiosidad se detienen de inmediato, en la medida en que escritores famosos como Gore Vidal, Julian Barnes y John Banville no quieren –o sus agentes y editores no quieren–, cuando se dedican al género, mantener el suspenso. Muy pronto averiguamos quiénes son Edgar Box, Dan Kavanagh y Benjamin Black. No es necesario llamar a un detective.
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