Así como a nadie se le ocurriría hablar sobre literatura inglesa sin mencionar a Shakespeare, Milton, Byron, Dickens, Wilde, Scott, Shelley o a Joyce, no se puede armar un mapa de la ciencia argentina sin ubicar en un país costero con cierta gravitación política a Marcelino Cereijido.
Es imposible. Aunque no tanto por la más que importante trayectoria de este médico y fisiólogo celular y molecular exiliado en México desde 1976, aquel hombre –“Pirincho” para los amigos– quien alguna vez pensó en ser ingeniero, abogado, dentista o geólogo y que comenzó a ametrallar la realidad con infinitos “¿por qué?” a los seis años, incitado por su tío Pascual. Es imposible, decíamos, excluirlo en esta aproximación cartográfica porque sin Cereijido –lector ferviente de Borges y discípulo del Premio Nobel Bernardo Houssay– no habría malestar, aquel ingrediente secreto que provoca que los interrogantes se multipliquen casi al infinito. Ni sociólogo ni historiador ni analista político, Cereijido es un cuestionador profesional, un francotirador que en vez de disparar balas y misiles arroja ideas que sacuden e incitan a la reflexión como sus afirmaciones ya clásicas: “Aunque haya una buena cantidad de científicos, en la Argentina no hay ciencia” o “Este país progresa cuando el oscurantismo se descuida”. Impulsado por la fuerza de la indignación, Cereijido cruza los puentes que unen y a la vez separan ciencia y sociedad para explorar toda clase de fenómenos. Ya lo hizo en su momento con las ventajas de la muerte y ahora lo hace con la maldad y sus orígenes. O como dice en su último ensayo, las razones biológicas y culturales que hacen que todos –sí, todos– seamos unos hijos de puta.
-En su carrera usted reflexionó sobre el analfabetismo científico, las vanidades y rivalidades en la ciencia y los cognicidios, es decir, la destrucción sistemática por parte de la Iglesia y charlatanes de nuestra capacidad de interpretar la realidad en que vivimos. ¿Por qué ahora estudia la hijoputez?
-Porque es abundante, polimorfa y polisémica. Y pese a su universalidad, la hijoputez jamás se cuenta entre los grandes flagelos de la humanidad. Se gastan millones de dólares en investigar todo tipo de enfermedades y casi nada en explicar las raíces de la mayor causa de sufrimiento humano. Al lado de la hijoputez, el cáncer, la lepra, el mal de Alzheimer y las enfermedades cardíacas son juegos de niños. Me desespera que se den por sentado que se trata de un fenómeno consciente y racional modulado por la ética. Apabulla constatar que el Homo sapiens recurre a la maldad con naturalidad y frecuencia. Ser un hijo de puta, en pequeña o gran medida, es parte de la naturaleza humana. Cualquier persona se puede volver un hijo de puta por las circunstancias, por eso lo importante es estudiarlas. Aunque nos esforzamos por ocultarlo, somos una especie violenta. Me interesó explorar si la hijaputez es inherente a la vida de la misma forma en que lo es la muerte; si hay algo en nuestros genes que nos obliga a ser perversos, así como los genes determinan que seamos narigones, blancos, negros o que sintamos hambre o sed. Por ejemplo, el genocidio es un fenómeno puramente cultural, humano. No existe un solo organismo no humano que practique el exterminio sistemático de sus congéneres.
-Pero no todos los seres humanos somos genocidas.
-Por suerte. Pero mire: los organismos, animales y vegetales, somos tramposos por naturaleza. La flor carnívora se disfraza para atraer un insecto y devorarlo. El Homo sapiens resulta ser un consumado artista del engaño y la mentira. Nos peinamos, vestimos y adoptamos maneras de comportarnos y hablar que nos hacen ver más sanos, inteligentes y capaces de lo que en realidad somos. Las chicas se maquillan. El político se fotografía cargando en sus brazos a algún bebé para que el retrato sugiera que es humano, sensible, protector. La maldad no sólo está en los grandes villanos de la historia como Hitler, Stalin, Videla o el rey Leopoldo II de Bélgica, sino también en la vida cotidiana. La hijoputez está en lo mínimo, en el hombre que abofetea a su esposa porque se le quemó la comida o en la señora que le pega a sus hijos. El machismo es en sí una de las formas más terribles y comunes de hijoputez.
-¿Pero por qué eligió hablar de la hijoputez y no de la perversidad?
-Porque no son lo mismo. El uso de la expresión “hijo de puta” me resulta indispensable. Desde hace muchos años tengo la costumbre de preguntar a mis colegas extranjeros cuál es el insulto más infamante e hiriente en su idioma. Invariablemente resultaba ser “hijo de puta”, como lo ha sido durante tiempos inmemoriales. Cuando un rasgo cultural es universal, sospechamos que tiene un substrato biológico. Todos los seres humanos dormimos, lloramos, reímos, comportamientos que tienen sus respectivas bases biológicas. Todos los pueblos curiosamente lo eligen como insulto. Los hijos de prostitutas siempre fueron considerados sujetos antisociales.
-¿Hubo alguna circunstancia que lo incitara a explorar la hijoputez?
-Varias. Por ejemplo, lo que llamo “intoxicación cognitiva”, el daño sistemático de la capacidad de interpretar la realidad que vivimos. Todos los organismos, humanos y no humanos, sobreviven a condición de que interpreten la realidad eficazmente. La Iglesia se desespera por apoderarse del aparato educativo de los países del Tercer Mundo, y abusa de los niñitos obligándolos a ponerse de rodillas y a darse golpes de puño en el pecho hasta que admitan que son culpables de que una pareja mitológica (Adán y Eva) se hayan comido una manzana. La enseñanza religiosa encuentra adecuado obligar al niño a que admita que es oveja en un rebaño y que debe amar a una deidad torturadora, que condena a los pecadores a suplicios eternos. En pleno siglo XXI, el 90 por ciento de la humanidad todavía necesita para interpretar la realidad recurrir a milagros, revelaciones y dogmas. El analfabetismo científico inducido es generado por instituciones a las que el avance de la ciencia perjudica. Un buen antídoto contra esto es promover el laicismo. Una sociedad laica consiste en pasar de la dominancia de interpretaciones que recurren a variables místicas, milagros, dogmas y principios de autoridad a una interpretación “a la científica” del mundo.
-Por lo que se deduce de su ensayo usted comulga con la postura de Thomas Hobbes sobre la naturaleza humana. “El hombre es un lobo para el hombre”, era el eslogan de este filósofo inglés.
-Esa frase estaba bien para Hobbes en su tiempo. Pero hoy que los humanos estamos por extinguir a los lobos, y sabemos que ellos no desarrollan bombas atómicas para matar otros lobos, ni Fondos Monetarios Internacionales, parece una frasecita nostálgica. Pero hay otro factor a tener en cuenta: de repente uno se entera de que un pueblo que generó un Bach, un Durero, un Schiller, un Planck, se pone a matar millones de personas en campos de concentración. Las personas en el fondo eran las mismas; lo que cambiaron fueron las circunstancias. La misma sorpresa se llevó Hannah Arendt cuando fue a presenciar el juicio de Eichmann: era un pobre diablo cualunque. Son conocidas las experiencias en que se pusieron a estudiantes en circunstancias análogas a las prisiones de Abu Ghraib o Guantánamo y se convirtieron en bestias torturadoras. No existe un gen de la maldad en el ser humano aunque hay circunstancias que propician la perversidad.
-“La principal fuerza hostil de la naturaleza, hallada por el ser humano, es otro ser humano”, escribió el evolucionista Richard Alexander.
-Es verdad. Tampoco hay que olvidar que somos hombres de la Edad de Piedra viviendo en ciudades modernas. Como especie, los seres humanos hemos vivido el 90 por ciento de nuestra existencia en la Edad de Piedra. Por suerte, la hijoputez no es el único producto de la evolución de las especies. La cooperación, por ejemplo, es evolutivamente más importante y supera los inconvenientes de la lucha por la existencia.
-Volviendo al analfabetismo científico. ¿Sigue sosteniendo la idea tan presente en sus anteriores ensayos de que en la Argentina no hay ciencia?
-Sí. Además, la Argentina tampoco tiene una cultura compatible con la ciencia. Tenemos, por ejemplo, una cultura compatible con la odontología en el sentido de que cuando nos duele una muela acudimos a los dentistas. En cambio, ante una emergencia médica, ambiental, energética, bélica, de comunicación o de transporte, la sociedad no ve en el sector científico una posible solución.
-En su obra “Sobre la agresión”, el médico y zoólogo Konrad Lorenz plantea que las especies agresivas necesitan del amor porque sin su función compensadora saldría demasiado caro que sus individuos se anduvieran aniquilando. ¿Da lugar a la esperanza entre tanta hijoputez?
-Tengo la esperanza de que las mujeres van en vía de superarnos a los varones. Estamos por entrar a lo que suelo llamar “la hora de la mujer”. El músculo que le dio poderío al macho humano va a pasar a tener la misma no-importancia que la fuerza de los changadores del puerto frente a una grúa que toma del barco todo un contenedor de varias toneladas y lo ensambla como vagón de tren. Estoy convencido de que la mujer está muchísimo mejor dotada para ser científica que el varón. En ciencia, el peso del elemento consciente es relativamente menor y entra a jugar muy tardíamente. Un genio de la ciencia y un investigador mediocre no se distinguen porque el primero sabe operar instrumentos que el segundo no puede. Una mujer puede debatir conscientemente como un colega varón pero lo supera infinitamente en el manejo inconsciente y grupal. Maneja no sólo lo que un colega dice, sino lo que quiso o no quiso decir, pero debió haber dicho, puede trabajar con medias ideas y corazonadas. A veces los investigadores varones usamos las ideas para competir, como si fueran garrotes o lanzas. La mujer está muchísimo mejor dotada para integrarse en grupos. Ante tanta hijoputez, lo único que espero es que el amor nos salve.