A la altura de la página 80 de El rey pálido sucede algo inesperado, extraordinario. Se nos anuncia un “Prefacio del autor” y, allí, el responsable de todo el asunto arranca con un “Aquí el autor” y –como jugando, como solía hacerlo para curtirse y fortalecerse, al tenis con el viento en contra– nos lanza una cantidad de advertencias que, tal vez, lleguen demasiado tarde, pero que son igualmente bienvenidas. Y, sí, el autor. Y literatura de autor. Y la firma y la afirmación como estilo y –entre notas al pie marca de la casa– la confesión de que El rey pálido es básicamente una autobiografía sin ficción, con elementos adicionales de periodismo reconstructivo, psicología organizativa, educación cívica elemental, teoría fiscal y demás, y una “memoria vocacional” donde todo es verdad sin serlo del todo. Y, a continuación, se enumera una cantidad de condiciones para un contrato mutuo entre autor y lector.
El autor es, se sabe, David Foster Wallace (1962-2008), acaso la mente más brillante e influyente de su generación (muchos apuntan ya que su influencia resultará nefasta y que su genio debería empezar y terminar en sí mismo; otros, como Zadie Smith en su reciente Cambiar de idea, en Salamandra, apuntan cosas más interesantes sobre su radiación) y, ahora, mito suicida en ascenso del que El rey pálido es la piedra fundamental de vida literaria después de la muerte física. El rey pálido –una década en el disco duro de su ordenador y cerebro, inconclusa y póstuma, ordenada por el editor Michael Pietsch a partir de cientos de páginas y archivos y anotaciones; se anuncian dos libros más de ficciones breves y de ensayos dispersos– es también una suerte de summa creativa donde confluyen todos los recursos y obsesiones de Wallace: la mirada macro para lo micro, descubriendo aquello que siempre estuvo allí pero que nadie se había detenido a observar (leyendo cómo Wallace mira el afuera comprendemos cómo Wallace piensa para sus adentros), la necesidad de saberlo y enseñarlo todo sobre el tema escogido, la estructura atomizada de capítulos/cuentos, el constante pendular entre la precisión científica y la emoción desatada, y entre lo deprimente y lo euforizante.
Coincidiendo ahora con la reedición de La chica del pelo raro (también en Mondadori y donde se incluye “Hacia el oeste, el imperio del avance continúa”, una de las escarpadas y vertiginosas cimas de su obra), puede entenderse a El rey pálido como contracara complementaria de La broma infinita, su magnum opus novelística (también recién reeditada). Otra novela única de ideas fijas, otro reparto numeroso, la inmersión en una atmósfera controlada y supuestamente “divertida”. Porque mientras El Tema –o uno de sus muchos temas– de La broma infinita es la adicción desenfrenada al mundo del entretenimiento, El rey pálido opta por ocuparse del aburrimiento como ética y estética, instalándose en una agencia tributaria de Peoria, Illinois, 1985. Oficina a la que un día llega un veinteañero de nombre David Foster Wallace, quien es y no es aquel que lo arma y desarma.
Así –al igual que títulos encomiables como Casa desolada de Charles Dickens, Moby Dick de Herman Melville, La pianola de Kurt Vonnegut, Algo ha sucedido de Joseph Heller, JR y Su pasatiempo favorito de William Gaddis o Y entonces llegamos al final de Joshua Ferris–, El rey pálido es otra trabajosa y muy trabajada gran novela sobre el trabajo que pone a trabajar a ese trabajador que es el lector.
El rey pálido. David Foster Wallace Mondadori 551 páginas
Pero, por encima de todo, El rey pálido es una novela del lenguaje. O, mejor dicho, de David Foster Wallace como idioma más que como, apenas, estilo. Aquella instancia a la que sólo acceden los grandes y a la que –advertencia– cuesta seguirlos. Wallace creía que “la buena narrativa debe reconfortar a quien está alterado y alterar a quien se siente cómodo”.Misión cumplida.
Digámoslo así: entrar a la alteradora y reconfortante El rey pálido equivale a sumirnos como becarios explotables, y a hacer horas extra a las órdenes de un jefe tan exigente como imprevisible. Pero, ah, de golpe todo hace clic y encaja, y el placer de poder contar que uno estuvo allí. El idioma impuesto al servicio de los impuestos como hasta hora impensable y torrencial motivo narrativo. La mecánica de la burocracia mutando a folletín zombi cuya conclusión prometía una conjura entrópica digna de Thomas Pynchon. Tal como están las cosas, El rey pálido es algo así como si el nabokoviano Charles Kinbote de Pálido fuego se hubiese sentado a escribir una temporada completa de The Office. Pero que a nadie espante o disuada la falta de final. Nada le interesaba o preocupaba menos a Wallace que la última página: “Las novelas son como matrimonios. Tienes que estar de ánimo para acometerlas no por lo que será la experiencia sino porque te sientes tan triste cuando se acaban”. Así, como en todo matrimonio perfecto, hay en El rey pálido momentos de irritación feroz y tedio casi estupidizante que –lo comprendemos enseguida– es el modus operandi de Wallace para enfrentarnos, de pronto, a instantes de una brillantez y gracia encandiladores en abismo. Otro chiste sin final, ni remate, sí; pero la ganancia aquí pasa por el viaje y no por el destino final, en las horas de escritorio y no en la vuelta a esa otra oficina llamada hogar.
En uno de los ensayos incluidos en Hablemos de langostas, Wallace definió los relatos de Kafka como “una especie de puerta”, y nos propuso “que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia afuera: porque durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos”. Lo mismo, pienso, podría decirse e imaginarse de El rey pálido.
“Y estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha.” Así les habló Wallace, en 2005, a los graduados del Kenyon College. Sus tan inspiradoras como inquietantes y ominosas palabras pueden leerse y releerse ahora en el librito This is Water: Some Thoughts, Delivered on a Significant Occasion, about Living a Compassionate Life.
Años antes tuve el placer de cruzarme con él en otro campus made in USA.
No puedo decir que conocí a DFW porque estuve con él apenas por una hora o dos en un bar. Pero sí puedo afirmar que no voy a olvidarlo. Gracioso, simpático, tímido, inteligente, con ese look de Björn Borg grunge y ese pañuelo sobre la frente y anudado en la nuca, como queriendo mantener bajo control todo lo que burbujeaba y hervía ahí adentro.
“Es que sudo mucho”, me dijo, me acuerdo.
Nuestro turno ahora.
De sudar.
Es sano, hace bien, y se eliminan tantas toxinas.
Si no, claro, siempre se puede leer la muy bien refrigerada Libertad de Jonathan Franzen.
Por: Rodrigo Fresán
Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4568-2012-02-13.html
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