A la salida de una de las proyecciones de El dictador la última película del siempre controvertido Sacha Baron Cohen en uno de los multicines de la ciudad de Buenos Aires y con un tono no exento de indignación, escuché cómo una mujer de unos cincuenta y cinco años despachaba la película con un interesante: “Deberían prohibir todo esto”. Quien haya visto en alguna ocasión algún largometraje de Baron Cohen ( Borat , Bruno …) entenderá de inmediato a qué se refería la mujer y también que quien despachaba el largometraje con aquel aparentemente talibánico comentario no tenía por qué ser una persona extremista. Es más, podríamos pensar que aquella mujer pensaba que El dictador se debería prohibir amparándose precisamente en los términos sobre los que hoy construiríamos la radiografía del “buen ciudadano”: seguramente se trataba de una persona tolerante y preocupada por cuestiones como la democracia, la igualdad de género, la igualdad racial, la transparencia mediática, y precisamente por esa razón salía enfurecida de una comedia que representaba de una manera tan grotesca a un dictador de Oriente Medio, misógino, antisemita y asesino que ridiculizaba tanto a los países a los que seguramente representaba como al primer mundo que tan cínicamente se oponía a él.
Aquella mujer, como todo el mundo sabe, estaba muy lejos de estar sola en su recriminación y si hubiera que hacer una lista de las personas que la apoyaban habría que retrotraerse nada menos que unos cuantos miles de años, desde la salida de ese cine de Palermo, hasta Aristóteles, y más concretamente hasta uno de sus fragmentos de De retórica .
El filósofo se anima a recomendar allí que “de la misma manera que los legisladores impiden ciertos tipo de abusos, deberían prohibir también ciertas formas de bromear”. Si Aristóteles hubiese acompañado a nuestra amiga a los multicines de Palermo a ver El dictador no es improbable que hubiese salido del cine tan indignado como ella y que hubiese considerado que aquel modo de bromear debería declararse “indebido” y deslegitimar su legalidad. Es decir, nada menos que debería “prohibirse”, tal y como había declarado taxativamente nuestra amiga.
De eso no se ríe
La afirmación aristotélica sigue estando hoy tan sin resolver como hace más de dos mil años: ¿Deberían o no legitimarse todas las formas de la risa? ¿Puede constituir la risa un insulto o una vejación? ¿Constituye la risa un poder? Y si es así: ¿Quién puede arrogarse la autoridad de administrarlo? Es decir: ¿Quién decide de qué y de qué no podemos reír?
La risa es peligrosa, tan peligrosa como esquiva a la hora de ser analizada. Todos los filósofos de la historia se han sentido llamados en algún momento de su trayectoria a dar cuenta del por qué de la risa, a explicar hasta qué punto el humor es una piedra clave en nuestra manera de conocer el mundo.
En ese sentido una de las más interesantes y revolucionarias apreciaciones sobre el fenómeno de la risa fue la teoría de la “gloria súbita” postulada por Thomas Hobbes en su Tratado sobre la naturaleza humana : la risa es un “gloria súbita” surgida de una también súbita comprensión de alguna distinción o excelencia en nosotros mismos por comparación con la debilidad o falta de esa excelencia en los demás. O más claramente, y expresado más tarde en Leviatán en esos mismos términos: “un hombre del que se ríe es un hombre sobre el que se triunfa”.
La mujer que salía del cine de Palermo y que opinaba que la película de Sacha Baron Cohen debería ser prohibida lo hacía no sin razón: consideraba en el fondo que quien reía ahí estaba triunfando sobre la tolerancia, la democracia, la igualdad de género y la dignidad del hombre, y todos nos damos cuenta de que a la mujer no se le podía despachar con una displicente palmada en la espalda y un abierto de miras: “Pero si no es más que una película…”.
La mujer, con toda la razón del mundo podría haber refutado nuestra apreciación con un implacable: “¿Entonces por qué no se hacen chistes sobre la dictadura en los diarios? Al fin y al cabo no serían más que chistes…” . La respuesta es evidente: también para el humor hay ciudadanos de primera, segunda y tercera, y si uno nace musulmán tiene más probabilidades de que le caiga un chiste en la cabeza que si nace católico, blanco y primermundista.
En cuanto a la dictadura hasta un niño podría explicar que si no es posible hacer un chiste es porque las heridas están demasiado a flor de piel. Pero ¿quién determina cuándo y cómo dejará de estarlo? ¿Se ajusticiará en la plaza al que haga el primero? O más aún: ¿acaso prohibir la risa no es vetar una de la vías de cauterización más eficaces?
En España, por poner un caso, durante los primeros años de la democracia la prensa acordó de una manera tácita un “veto” al humor sobre la monarquía. Se consideraba que reírse de la monarquía era poner en peligro una demasiado joven democracia, y aunque pueda suponerse que ya han pasado años más que suficientes para que no quepa duda de su consolidación, hace tan sólo dos años un juzgado de Madrid ordenó que se retirara de los quioscos españoles un número especial de la revista Jueves (publicación similar a la argentina Barcelona, en sus buenos tiempos) en el que, con motivo del “cheque bebé” (una prestación, ya eliminada, de 2500 euros que recibía toda familia residente en España por nacimiento o adopción), se veía al príncipe Felipe y a la princesa Letizia en una lúbrica postura, para procrear dentro del plazo indicado. Retirar una revista de los quioscos en una democracia es una cosa muy seria y debería estar muy justificada. En este caso se realizó en virtud de “insultos a la institución monarquica”, aunque ya en el juicio fue bastante difícil determinar dónde se encontraba exactamente “el insulto”.
El humorista de la revista Jueves dijo, con gran acierto, que la monarquía más consolidada del mundo, la inglesa, es también el blanco más común de las bromas (a veces de pésimo gusto) de la propia prensa británica y que nadie en el Reino Unido comete la insensatez de pensar que una broma tiene el poder de deslegitimar la monarquía. Y en cualquier caso, añadió, el insulto a Felipe de Borbón no era bajo su condición de heredero de la monarquía española, sino como ciudadano. Y que si ni siquiera se podía hacer un chiste sobre el príncipe bajo condición de ciudadano él exigía, como ciudadano también, que tuvieran al menos la decencia de prohibirlo expresamente.
Política y humor
Todo esto para llegar a un punto al que Henri Bergson (uno de los filósofos que más acertadamente han pensado la risa y del que ahora Godot reedita su Ensayo sobre el significado de la comicidad , con una nueva traducción de Rafael Blanco) llegó en sus primeros análisis; que la risa es un fenómeno que se articula esencialmente a través de la inteligencia: “En un mundo de inteligencias puras en el que hubiese sido aniquilado el sentimiento, tal vez no se llorase más, pero desde luego se reiría”.
Un hombre sobre el que se triunfa mediante la risa es, inevitablemente bajo los presupuestos de Hobbes, un hombre al que se degrada. La polis como estructura detecta de inmediato este poder subversivo y degradante de la risa y la delimita para salvaguardar aquello que considera que no debe ser degradado en aras a la solidez de las instituciones, o de lo sagrado, en las que se funda. Tal vez no haya signo más claro de la conciencia autoritaria de una nación (o de una religión) que esta denegación de la risa con respecto a ciertos objetos o bajo ciertos presupuestos.
Fue muy curioso, por ejemplo, en el zarandeado caso de la ganadora del Oscar a la mejor película extranjera 1997 La vida es bella de Roberto Benigni, la forma en la que ciertas comunidades judías se levantaron en contra por la manera non sancta o frívola al menos con que se trataba el tema del Holocausto, tan extraño como que el único Premio Nobel superviviente del exterminio (Imre Kertesz) defendiera la película a capa y espada frente al aparentemente más respetuoso melodrama de Spielberg La lista de Schlinder a la que calificó, directamente, de “repugnante”.
O por poner un caso español y no tan político: hace quince años, en el programa más visto de la televisión española (descontando acontecimientos deportivos), el especial de nochevieja protagonizado por los humoristas Martes y Trece, representaba uno de sus gags más célebres y repetidos por la población durante todo el año. En primer plano, y vestido de ama de casa, uno de los humoristas, con un ojo morado, parodiaba un programa de confesiones televisivas y repetía durante varios minutos y en distintos tonos cómicos: “Mi marido me pega” encarnando a la clásica mujer maltratada. Considerar hasta qué punto hoy sería impensable un gag semejante y en un programa de máxima audiencia en España resulta un instrumento muy eficiente para medir la conciencia social al respecto del asunto particular de la violencia de género.
Si hace quince años toda España era capaz de carcajearse (exceptuando las propias maltratadas, evidentemente, aunque habría no pocas viendo su propia parodia) era porque no se había establecido aún una vinculación sentimental al conflicto. Hoy lloverían cuando menos denuncias, si es que no violencia pura. Quien ataca al que ríe sabe que la violencia es el gran desinhibidor de lo cómico.
Sacha Baron Cohen es quizá una de las versiones más interesantes de humor político internacional, y de las más agresivas. La apuesta de El dictador se basa en dos premisas; la primera es la de hacer de rey loco. Como en los carnavales medievales, Baron Cohen sabe que aún por un instante, se le ha habilitado para hacer de vocero internacional. Un rey loco no pone en cuestión la autoridad del rey real, porque su “autoridad” queda fundada en la del primero, el rey loco se retuerce, grita, señala con el dedo, y lo que señala son curiosamente dos cosas: al radicalismo islámico de un lado y de otro, curiosamente, al rey real; imperialismo estadounidense.
La segunda es que Baron Cohen ya no pone un espejo a la sociedad norteamericana y la obliga a reírse de su propio reflejo (como hizo en Borat), sino que agarra un reflejo al otro lado de océano, un reflejo en su versión “ultramontana”; esos, como es lógico, tan ridículos, primitivos, misóginos y extremistas islámicos de los que con tanta impunidad (cuando no se dedican a poner bombas) se puede reír el mundo “civilizado”, es decir un motivo de humor al que secretamente (aunque nos cuidemos mucho de confesarlo abiertamente) el mundo occidental ya considera risible antes de empezar a hablar.
Al final (en una escena en la que hay no pocas reminiscencias de Chaplin, especialmente del discurso central de la película; una versión subversiva y ácida del a-better-world-is-comming de El gran dictador ) el supuesto dictador delirante se convierte en un príncipe de la ingenuidad y durante un discurso ante las Naciones Unidas declara: “¿Por qué están ustedes tan en contra de los dictadores? Imagínense que EE.UU. fuese una dictadura; el 1% de la población podría acaparar toda la riqueza del país, enriquecerían más a sus amigos bajándoles los impuestos, podrían ignorar las necesidades educativas y médicas de los pobres, sus medios de comunicación parecerían libres pero realmente los controlaría una persona y su familia, podrían torturar a los presos extranjeros y mentir sobre las razones que los llevan a la guerra, podrían llenar sus cárceles con un solo grupo racial y nadie se quejaría… Sé que es difícil de imaginar para ustedes, americanos, pero, por favor, inténtenlo”.
Si hubiese que construir un termómetro para calibrar la inteligencia media de un país no cabe duda de que una de las pruebas más interesantes sería la de un “medidor” de la risa. Determinar de qué se ríe un país es una de las maneras más rápidas de averiguar cuál es su carácter, en dónde reside su debilidad y en qué sentido es emocionalmente inteligente. Uno casi piensa de inmediato en aquel personaje de Henry James, el astuto William Morris, a quien su creador describe de una manera muy significativa: “Las mujeres admiraban de él su compostura y los hombres su inteligencia, de la cual tenían noticia muy rápido, por siempre se reía cuando correspondía”.
La comedia burguesa
No hay risa sin moral, porque reír tal vez sea uno de los gestos más morales, elocuentes y difíciles de falsear que puede hacer el hombre. La risa es, en ese sentido, un acontecimiento colectivo, y la comedia burguesa (y todas sus variaciones, desde Mucho ruido y pocas nueces hasta nuestras adoradas películas de Woody Allen, que no son más que la enésima versión del género) se construye precisamente sobre personajes que se han alejado de las convenciones sociales y que reciben un castigo que produce un “efecto correctivo”, o sobre un personaje ridículo que posee nuestras obsesiones, angustias y frustraciones pero en un grado desmesurado y risible. Woody Allen, en su pequeño receptáculo humano es siempre contenedor de angustias existenciales sobredimensionadas, fobias de todo tipo, apetitos sexuales incansables, porque sabe, como dijo Chaplin, que “si fuera 20 cm más alto le costaría mucho más trabajo hacer reír”.
Otro referente que también es un gran conocedor del poder moral del humor es uno de los más insignes representantes del humor argentino: Peter Capusotto y sus videos , cuya séptima temporada ha empezado a emitirse esta semana en Canal 7 (lunes, 22.30). No parece en absoluto banal que para el largometraje de Peter Capusotto y sus dimensiones utilizara como personaje integrador de todos los sketches a la polémica Violencia Rivas. Al final de la película se levanta literalmente en armas contra su propio espectador, ese engullidor de pochoclo de clase media que ha ido al cine a que Capusotto “lo entretenga” y lo empieza a escupir a la cara su frivolidad, la vacuidad de su vida, su mediocridad y falta de coraje para todo (sin dejar que por eso, y ni un solo instante, el espectador deje de reírse). ¿Es un fracaso o un éxito que el espectador no deje de reír cuando Violencia Rivas lo insulta? Es difícil saberlo, de la misma forma que es difícil saber si se ha producido realmente el insulto.
Capusotto pertenece en ese sentido al linaje de humoristas cuyo padre podría ser Lenny Bruce. La línea de lo risible la marca de alguna manera el humorista pero en una avanzadilla en la que lentamente va acorralando al que ríe. A ratos parece que todo el juego del humorista es el de cruzar la línea de evaporación en la que termina la risa y comienza la indignación, es decir, donde acaba la inteligencia y comienza el sentimiento. “Sentimiento” es aquí un término particularmente clave. En uno de los ensayos más reveladores y determinantes de nuestra era La crítica a la razón cínica , el filósofo alemán Peter Sloterdijk hace como de pasada un diagnóstico que sin duda es definitivo a la hora de tratar el tema del humor en el siglo XX: “Uno de los más activos generadores de conflictos y malentendidos de nuestra época es el de contestar a un razonamiento con un sentimiento”, es decir, oponer, en igualdad de condiciones y durante un debate, un sentimiento a una idea. “Si un interlocutor expone una idea y su oponente le contesta con un sentimiento estamos condenados a no entendernos” y es terrorífico comprobar la innumerable cantidad de ocasiones en las que esto se produce. Sin ir más lejos, y retomando el punto del que surgía este pequeño artículo, en el tema del humor. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial se produjo una triple hecatombe en la que Occidente dejó de confiar en los tres pilares en los que había fundado su civilización, a saber: la razón, la religión y la democracia.
La desconfianza del humor no es más que una manifestación de la desconfianza en la razón y es que, como muy bien supo ver Bergson, la risa se despliega esencialmente sobre la confianza en las ideas. A nuestra amiga que salía indignada de la película de Sacha Baron Cohen tal vez habría que decirle algo que no parece tan claro: que el hecho de que alguien utilice la democracia como motivo central de un chiste no inhabilita en absoluto la posibilidad de la democracia. Parece claro y no lo es tanto: esa desconfianza generalizada en la razón, las ideas y en la posibilidad de un verdadero intercambio ha generado este estado internacional en el que el humor está siendo cada vez más peligrosamente puesto en tela de juicio. El miedo a reír se extiende como una nueva e insospechada plaga bíblica sobre la Tierra porque parece imposible un chiste que no se haga aparentemente a costa de alguien. La sensación de que hemos perdido nuestra dignidad hace que nos levantemos en armas furibundamente cada vez que alguien parece ponerla en tela de juicio con un chiste. Pone de manifiesto en realidad lo que sospechamos y no queremos confirmar; que la hemos perdido y que no queremos reconocerlo. Si tan seguros estuviésemos de nuestra dignidad no sentiríamos que un chiste la pone en compromiso.
Aunque tal vez a los enérgicos perseguidores de la risa se les esté escapando un dato clave; que para hacer verdadera comedia el humorista debe amar aquello que pretende mostrar al público como objeto risible. Esa y no otra es la razón por la que el objeto cómico presentado con más recurrencia por un humorista sea él mismo, porque ¿qué se puede amar más que a uno mismo? El termómetro de la eficacia, por ejemplo, del humor costumbrista es si los propios retratados eligen su versión cómica para reírse de sí mismos. Estoy seguro de que no hay un solo “rollinga” a quien su propia versión capusottiana no haga sonreír y ésa, más que una coincidencia accidental, es la enésima demostración de que la risa, más que el sarcasmo, es la más sofisticada y sutil demostración de amor que una persona puede hacerle a otra. Cabría responder lo mismo que le dijo Gertrude Stein cuando Picasso le entregó el retrato que le había pedido: “No me parezco”. La respuesta de Picasso sería, en cualquier caso, idéntica: “Ya te parecerás”.
Andrés Barba (Madrid, 1975) es escritor. Su libro más reciente es “Ha dejado de llover” (Anagrama)
Fuente:
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/filosofia/La-moral-de-la-risa_0_766123389.html